martes, 16 de septiembre de 2014

Al quebrar las perspectivas de una nación, se pierde la esperanza de los ciudadanos y la posibilidad de existir como país


 Panorama Perturbador

Por: Reynaldo Vargas*

     
     Hay visitas que —porque ofenden— no deberían ser recibidas, sobre todo aquellas que se conoce vienen con un mazo en el abrazo y —como quien no quiere las cosas— a ponernos bastones en las ruedas. Fastidia, aun más, que encuentren en nuestro patio, entusiastas colaboradores para la faena.

    Con solo ver eso, descubro —a velocidad que espanta— el punto exacto de mis dolencias, mi lágrima sin colirio, mi vesícula comprimida; porque sé —y ellos también— que, al quebrar las perspectivas de una nación, se pierde la esperanza de los ciudadanos y la posibilidad de existir como país podría esfumarse en el transcurso de una generación.  

     Pagados o no, abundan políticos e intelectuales inorgánicos  que —en vano intento— nos quieren hacer ver que el prontuario de agravios que nos llega desde los cuatro puntos cardinales es una merecida e inevitable consecuencia por la inoportuna y brutalmente inhumana sentencia 168-13; y, por tal atrevimiento incalificable, debemos ser castigados, humillados, para que no se nos ocurra otra vez.
     Y no es letra muerta, son signos vivos anunciando que para los de allá —y para los que aquí bailan la música que tocan los de allá—, no tenemos derecho ni siquiera al intento de aspirar a vivir en lo que se conoce como Estado de Derecho, con principios, preceptos y normas que regulen las relaciones humanas en la sociedad toda. 

     Y por más vueltas que se le dé, todo se reduce a si aceptamos complacientemente vivir sin el respeto de los demás por no darnos a respetar; y que eso implica, también, vivir sin honor. Si ese es el horizonte rotundo, quiere decir  que nos hemos colocado nosotros mismos en la escala más baja entre todas las sociedades del reino animal. Y eso no me cauteriza bien en el cerebro.

      Claro que se puede criticar —es legítimo— el procedimiento de elección de los jueces de un tribunal.  Incluso es un derecho no estar de acuerdo  con ellos; y, si se quiere, odiarlos también vale. Nadie lo impedirá y nadie por ello a la cárcel irá. Pero, aun con ese derecho en el bolsillo, no hay manera de justificar la desobediencia  a sus sentencias  y, mucho menos, el descaro de buscar subterfugios para quedar libre de la obligación de acatarlas.  

      Porquees más que obvio— el respeto a una Corte, a sus sentencias, y la obligación de obedecerlas, gusten o no, es —y no otra— la base de la  democracia que decimos defender y que con tanta frecuencia aliñamos con excrementos variopintos.

      Para mí no fue sorpresa que —en lo que el hacha fue y vino— el Gobierno, oculto tras la bruma del tiempo, se burlara de una sentencia excepcional, precisa, y que —en libre ejercicio de su albedrío— acabara vulnerando la legalidad. Para nadie es un secreto que las sentencias están para cumplirlas, sin peros, sin vacilaciones, sin rodeos;  y quien no esté a la altura del momento será juzgado por su pueblo y el juicio de la historia lo aplastará.

     Ya más claro el panorama, me doy cuenta de que hemos abierto el mismo viejo y horadado libro lleno de cuentos contaminados, con los mismos sapos y con las mismas culebras. Es como si el “que todo cambie para que nada se mueva”, de Tomasi di Lampedusa, fuera corolario obligado en nuestra encrucijada.

     De verdad, cualquiera se sentiría pusilánime ante tanta descomposición bizarra; dominicanos ignorantes de su historia; el país sin su frontera; ilegales por doquier; impunidades obscenas; delincuentes con derechos; total irrespeto a toda norma de convivencia civilizada; una clase política que se olvida de la transformación de la sociedad, del principio de la ilustración, del imperio de la ley, del imperio del deber ciudadano, que actúa con la única lógica de los votos cada cuatro años. Aun faltando muchas más especias… ¿resultado? Un panorama perturbador.
  
     Y pensar que parece que fue ayer, y no en el siglo XVII, que Francisco Quevedo y Villegas escribió… “cuando vinieron la Verdad y la Justicia a la tierra, la una no halló comodidad por desnuda y la otra por rigurosa. La Justicia pronto regresó al cielo y apenas dejó acá pisadas; la Verdad, de puro necesitada, asentó con un mudo”. Cierto es que, si bien no está en nosotros evitar lo primero, sí lo está el que no suceda lo segundo.


 *Reynaldo Vargas es médico cirujano cardiovascular en pleno ejercicio, reside en Santo Domingo

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