martes, 18 de noviembre de 2014

A DECIR COSAS/ Sólo el espacio que habitas...


Sólo el espacio que habitas



De: Aníbal De Castro



Hay hechos que atenazan la conciencia y se instalan en ella inmunes al desalojo para ir y venir como marea de turbación, como alarma permanente ante injusticias escandalosas que privan de dignidad al ser humano. Individualizadas, con nombres y apellidos, esas situaciones se potencian porque nos acercan a la tragedia y permiten identificarnos con la víctima.
Las sociedades han adoptado medidas de protección que a su vez son fuentes de inequidad. Una de ellas es el encarcelamiento, cirugía social que idealmente elimina un peligro o escarmienta cuando se rompen las reglas indispensables para la preservación del grupo. Prevención y castigo se amparan en el consenso de que el bien común tiene precedencia. Sin embargo, los sistemas penales y la administración de justicia han mutado en mal mayor, incluso en países industrializados que enarbolan los derechos humanos como baremo que los aparta de países menores a horcajadas entre la civilización y la barbarie. Lo cierto es que, en mayor o menor grado, todos estamos atrapados en la paradoja cruel de que la justicia acarrea injusticias, y que el imperativo del orden ha devenido un subterfugio en obediencia a motivaciones políticas diferentes, pero todas igualmente corrosivas para la fábrica social y la pretensión democrática.
La privación de libertad se me ha antojado siempre como severa. El confinamiento en un espacio reducido, el impedimento de movilidad física y mental se corresponden con un supuesto inquietante para quienes nunca han guardado prisión. El castigo, se ha dicho siempre, va de la mano con la gravedad de la ofensa. Solo que esta última es relativa, mas no así el primero. El sexo fuera del matrimonio y la homosexualidad, por ejemplo, conllevan aún cárcel en algunos países. La posesión de un móvil conduce directamente al pelotón de fusilamiento en Corea del Norte, y la decapitación se reserva en otras latitudes a quienes se apartan de la ortodoxia religiosa. Y sí, toda sanción se aplica bajo el pretexto de razones que la autoridad se encarga de definir de acuerdo a las convenciones del momento.
La inocencia es un bien escaso, no solo en los confines de la intolerancia política, social y religiosa. Ahí está Glenn Ford para recordarlo, nombre y apellido que hace unas semanas colmaron los medios de comunicación y las redes sociales. Durante 30 años, este afroamericano, condenado a la pena capital por un jurado compuesto exclusivamente por gente blanca, estuvo en el corredor de la muerte en la famosa prisión Angola, en el estado de la Luisiana. En el libro de los récords de las barbaridades judiciales, Ford figura como uno de los mortales que más tiempo aguardó para que se le ejecutara. Y para que se le hiciera justicia en vida.
Se le condenó a muerte por el asesinato de un anciano joyero, en 1984, pese a las dudas de los jueces que revisaron su caso y a pruebas inconclusas. El fiscal actuante se aseguró cuidadosamente de la composición racial del jurado, razón más que sospechosa en el sur profundo norteamericano y en el mismo estado en que a nuestro Felipe Alou un policía le impidió penetrar al terreno de juego sin importarle el uniforme de pelotero: el único lugar para un negro era uno apartado en las graderías. Tampoco disparó las alarmas que la especialidad de uno de los abogados defensores fuese las exploraciones de gas y petróleo, sin la participación en un solo juicio abierto y contradictorio en su haber profesional. El otro había salido de la universidad dos años atrás y se desempeñaba como picapleitos en casos relacionados con el seguro y accidentes menores de automóviles.
De nada sirvió que fuese falso el testimonio de un testigo, --novia de uno de los sospechosos iniciales--, una señora que frente al jurado admitió que había mentido. Aun así, la Suprema Corte de la Luisiana mantuvo la pena máxima no obstante renocer que las evidencias en contra de Ford pecaban de débiles y que el expediente acusatorio cojeaba por serias fallas. Ese mismo sistema, indolente tres décadas atrás, libró a Ford del largo tormento: un juez ordenó su inmediata libertad luego de que los fiscales admitieran que la condena no era sostenible a la luz de las evidencias y otros detalles nuevos.
Sobrepasa cualquier capacidad de imaginación la vida en el pasillo de la muerte durante tres décadas, con la gravedad y el espacio que habita tu materia como una posesión, y bajo la amenaza constante de eliminación total. Con el Estado dueño de tu vida. Saberse inocente y, sin embargo, con fecha final en el calendario apuntan hacia un infierno insoportable. Percatarse de que las posposiciones de la ejecución eran una simple tregua, pasible de ser rota en cualquier momento con el consecuente encuentro por primera y única vez con el verdugo, minaría la voluntad de aquel pobre hombre, sin empleo permanente cuando la policía lo detuvo y acusó de la muerte de Isadore Rozeman. En países como el nuestro, la pena de reclusión máxima es de treinta años, el tiempo que pasó Ford a la espera de que lo ataran con unas correas de cuero a una camilla, le colocaran un catéter en una de sus venas y le desparramaran por todo el cuerpo una dosis letal de un cóctel químico que ahora las empresas fabricantes se niegan vender a los estados donde aún prevalece la pena de muerte. Nunca se enteraría de que unos minutos después, y ante los ojos de unos testigos que presenciarían el acto brutal protegidos por un grueso cristal, un médico lo auscultaría para declararlo muerto. Y una vez más proclamarse como justicia cumplida lo que en su caso hubiese sido una injusticia mayúscula, total y definitiva.
Hay resentimiento en el Ford hombre y no lo oculta. Porque, como dijo al salir de la cárcel, su mente viaja por todos lados y se siente bien, pero hay un punto de no retorno. Por ejemplo, ya es imposible hacer lo que le correspondía cuando tenía 30, 38 ó 48 años, "o cosas así". Respuesta sencilla y que sin embargo condensa el drama del inocente al que se le distrajo el derecho a la rutina normal durante la mayor parte de su vida. Su caso es el número 144 entre los condenados a muerte exonerados de toda culpa en los pasados 40 años. Al menos está vivo para contarlo y confrontar la otra injusticia, la de solamente tener derecho a $25,000 por cada año perdido en la cárcel, pero limitada la suma a un total de $250,000. Menos de 23 dólares por cada día de tormento inenarrable, apartado de los suyos, con la sombra de la muerte arropándolo durante 10950 jornadas diarias.
Si la privación de libertad es un supuesto inimaginable, también lo son las condiciones en que opera el castigo o la injusticia. Tampoco es ahí el subdesarrollo territorio exclusivo del olvido de los derechos humanos. Las cárceles son ya un negocio privado, con unos rendimientos anuales colosales. La Unión Civil Americana de Libertades (ACLU) describe de esta manera un establecimiento carcelario dentro de la nueva tendencia privatizadora, en Misisipi: "una facilidad extremadamente peligrosa que opera en un estado de crisis perpetuo, donde los prisioneros viven en condiciones horrorosas y bárbaras y sus derechos humanos básicos son vulnerados a diario". Las violaciones sexuales son constantes, a los reclusos se les coloca en solitaria hasta por años, abundan los suicidios y las infecciones provocadas por las ratas son tan serias que se ve a los gusanos reptar por encima de los cuerpos. No es una exageración, sino parte de la argumentación en el proceso judicial que lleva la ACLU en representación de algunos prisioneros: hay quienes le colocan una cuerda a una rata y se la venden como mascota a internos desquiciados. ¿Son La Victoria y Najayo los mejores ejemplos de cárceles brutales, medievales y horrorosas?
No todos los índices de crecimiento satisfacen. Por ejemplo, en los últimos 30 años la población carcelaria en los Estados Unidos ha aumentado un 790%, la mayor en todo el mundo pese a que la India y China, por ejemplo, duplican y triplican el número de habitantes de la gran potencia. Ese sistema de barrotes, puertas metálicas insalvables y hacinamiento cuesta al año el equivalente a todo el producto bruto dominicano, o sea por encima de 50,000 millones de dólares. Pero hay un color favorito en las prisiones del Norte revuelto y brutal, porque allí uno de cada tres afroamericano conocerá la cárcel en algún momento de su vida. De acuerdo a la ACLU, las cárceles norteamericanas se convierten paulatinamente en un gran almacén de orates al tiempo que los estados recortan los gastos en salud mental.
Le llaman "el hoyo", un término familiar en las producciones de Hollywood. Refiere al aislamiento o solitaria, régimen que administrativamente se aplica a un prisionero por las razones más diversas. Es el peor tipo de encarcelamiento, capaz de provocar traumas imborrables al contravenir de manera radical la condición de gregario inherente al ser humano. La privación sensorial, han dicho los expertos, cae en el terreno de la tortura. De acuerdo a estudios científicos, bastan dos días en ese confinamiento extremo para que las ondas cerebrales se conviertan en delirio o estupor. Cada día, sin embargo, un promedio de 80,000 norteamericanos están en "el hoyo", y hay algunos que guardan un inventario de décadas en esas condiciones. Tan severo es el castigo que las Naciones Unidas lo han condenado y pedido que solo se aplique en circunstancias muy especiales y por no más de 15 días.

Hay unas cárceles llamadas Supermax, en boga desde finales del siglo pasado cuando se impuso la política de mano dura frente al crimen. Cuarenta estados cuentan ya con estas instalaciones, especializadas en el aislamiento de los prisioneros. No ya de la sociedad de la cual han sido removidos por peligrosos, sino incluso de sus compañeros de prisión. Las celdas son minúsculas, casi todas sin ventanas. En Virginia, contiguo al Washington donde de una manera u otra convergen las oenegés que tanto hablan de los derechos humanos en estas latitudes salvajes y tropicales, los internos en las Supermax pasan un promedio de 2.7 años en aislamiento. ¿Cuántos días recomendó la ONU como el tope a tan inhumano castigo carcelario?
Sin embargo, Virginia, derivado del latín virgo, virgen o en estado original, no es el peor ejemplo. En Texas, donde todo excede las dimensiones normales, el promedio de años en solitaria es de cuatro. Pero esta vez se quedaron cortos los tejanos de la estrella solitaria en su bandera, porque en Arizona son cinco años; y en la noble California, de acuerdo a un dicho génesis de tendencias que arriban posteriorme al Este con 20 años de retraso, es de 6.8. El dato proviene de una activista contra la detención solitaria, la norteamericana Sarah Shourd, porque vivió en carne propia en Irán un poco más de un año lo que ahora denuncia: ¡500 convictos han sido mantenidos en "el hoyo" californiano por más de una década y 80, por más de 20 años! Y sí, se supone que Irán sea una teocracia intolerante y que las violaciones que allí ocurren no se repitan en otros lugares del planeta alegadamente más civilizados.
Si el propósito de la prisión es brindar la oportunidad para que los reclusos modifiquen su conducta antisocial, el confinamiento en solitaria es totalmente lo opuesto, adelanta Shourd en una entrevista reciente con motivo de la publicación de su libro A Sliver of Light (Un haz de luz). ¿Cómo ser productivo sin la oportunidad de interactuar con otros seres humanos y si se fuerza a que la privación mental disloque el cerebro hasta transformar al propietario, enterrado vivo, en una piltrafa?
Definitivamente, la barbarie trasciende los gentilicios. Tirar la primera piedra será siempre un ejercicio arriesgado.
adecarod@aol.com

22 MAR 2014 | DIARIO LIBRE


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