Leonel vs. Danilo:
cuando los dioses se
pelean
Vencidos
por los años, Balaguer y Bosch, uno ciego y otro mentalmente contrariado,
apretaron sus manos y en un torpe levantamiento de brazos cedieron sus
decrépitos liderazgos a unos muchachos fraguados en gloriosas utopías. La
simbología del acto que selló el llamado Frente Patriótico fue pletórica:
terminaban el siglo, el primer milenio, la primavera de 1996, la añeja
rivalidad de los caudillos y el autoritarismo. La impresión infundida por esas
señales parecía auspiciosa: por fin cruzábamos el umbral de una democracia
iluminada por otras visiones. Pensar que los discípulos de Bosch —curtidos en
la política como servicio ético— llegarían al poder era para respirar futuro a
todo pulmón. La corrupción y el autoritarismo que le dieron marca y
personalidad al caudillismo del siglo XX quedaban atrás.
Leonel
Fernández entró con alas y salió con garras. Sus primeros dos años descubrieron
a un muchacho empeñado en dejar una imagen y obra memorables. Modernizó la
Administración pública, promovió reformas institucionales, estabilizó la
economía, rescató el valor del servicio público y creó un ambiente de
tolerancia democrática. Pero los devaneos asoman cuando los delirios perturban.
Su carácter quebradizo fue penetrado por fantasías obsesivas. Los susurros
pegajosos de un cerco oscuro de intimidad humedecieron su ego y el chaval
perdió toda concentración. Cuando apenas se acostumbraba al poder, terminaba su
mandato. Necesitaba volver; era cuestión de vida para un muchacho escogido por
la suerte pero con un apetito político felino. El karma de su existencia fue
haber estrenado en la presidencia espacios, relaciones y logros que nunca
hubiera tenido por su propio mérito. El cargo lo hizo y para seguir siendo
tenía que volver. Lo logró, y esta vez armado con las intenciones más firmes de
perderse, de negarse.
Se
enamoró de su voz, de su discurso, de su inteligencia, y se prefiguró como una
efigie continental. Conocer a estadistas y líderes mundiales que solo veía en
los periódicos, la televisión o leía en obras fue una experiencia extática;
viajar a lugares de antojo y alojarse en hoteles de catálogo era una fantasía
lúdica. El hombre se enajenó y olvidó que gobernaba para otros; al final de su
segundo mandato ya sentía al país como comarca y la presidencia como rutina. Dejó
que sus amigos de intimidad robaran a pleno sol de impunidad, concertó acuerdos
implícitos con funcionarios y empresarios para acaudalar fortunas obscenas y
consintió el nacimiento de un Estado empresarial fundado en la corrupción como
razón política. Entendió que el poder era para vivirlo y así lo hizo. Al final
de su segundo periodo terminó enfermo. Perdió el sentido de la realidad y
todavía hoy anda a tumbos buscando readaptarse a la mortalidad. Persigue la
presidencia como adicción, convencido de que el país lo necesita. Esas imágenes
torcidas están clavadas en sus obsesiones como las alucinaciones en una mente
esquizofrénica.
A
la sombra de ese ego grandilocuente despuntaba un rival taimado: Danilo Medina.
Un hombre callado, sigiloso y resentido. Aprovechó los envanecimientos de
Leonel y sobre sus desechos fue construyendo un círculo de lealtad mítica. Se
distanció tempranamente del Gobierno para preparar su trama. Esperó en la
esquina el desplome del líder para asestar el golpe certero hasta pulverizarlo.
Cuando el líder bajó del Olimpo, se encontró sin partido, sin alfombras, sin
pleitesías y con otro soberano en su trono. Entonces nació el tirano: un
enemigo político metódico, imperturbable y rencoroso. Estudió por años a Leonel
para negarlo en todo: Leonel fantasea, Danilo maquina; a Leonel le resbala
todo, Danilo tiene una memoria siniestra; Leonel embauca, Danilo miente; a
Leonel le obsesiona la vida del poder, a Danilo el poder le da vida; Leonel
presidía, Danilo gobierna. Dos ambiciones desalmadas de distintos cuños. Pero
como en los campos magnéticos los polos opuestos se atraen, uno le da vigencia
al otro en esa dinámica simbiótica del yin y el yang.
Hoy
asistimos al duelo apocalíptico de dos caudillos. La historia terminó donde
comenzó: bajo la maldición del delirio tiránico. Con la diferencia de que a los
caudillos del pasado los movía el poder, a estos, sin las condiciones de
aquellos, les provocan la codicia, el hedonismo y la acumulación de fortuna.
Danilo,
en vez de desmontar la estructura corrupta de Leonel, la aseó, y no por
anuencia partidaria, sino porque ideaba construir su propio entramado de
intereses. En sus gobiernos la impunidad ha sido política pública y la
corrupción forma de vida. Entre los dos crearon un Estado monstruoso donde la
mayor parte de la gente económicamente activa cobra o se beneficia. Esa
hiperinflación burocrática de la cosa pública ha mantenido en el poder al PLD
por décadas, pero también ha encarecido la participación electoral a niveles
inabordables, ha comprometido las cuentas públicas, ha endeudado al país como
ningún otro gobierno, ha quebrado la institucionalidad y ha implantado la
impunidad como cultura.
El
PLD de hoy es un pandemónium indivisible de ambiciones. Pero, como logia
siniestra, donde la lealtad se presta sobre juramentos de complicidad, los dos
rivales, trenzados por los mismos pecados, están condenados a “entenderse” y lo
harán sin grandes traumas porque hay en juego demasiadas inversiones políticas.
El problema es que no hay forma de liberar al país de los efectos de este duelo
sordo de ambiciones porque el PLD hizo del partido el Estado. La maldita
herencia del conjuro patriótico sigue perturbando nuestro sueño democrático.
¡Qué destino!
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