La tragedia tiene varias caras
Por
Aníbal De Castro
En la Europa milenaria, de filósofos
iluminados, arte sublime, cuna del humanismo y de revoluciones que alumbraron
derechos hoy universales, la inmigración se ha convertido en un fenómeno que
despierta pasiones y polariza sociedades. Esclarecedor, el “soy humano, nada me
es ajeno” de Publio Terencio se aplica a la dicotomía que signa al bípedo:
capaz de atributos excelsos y de acciones que lo devuelven a la caverna.
Apropiadamente, la archiconocida sentencia del dramaturgo cartaginés proviene
de una comedia llamada El enemigo de sí mismo.
Ser
inmigrante en el Viejo Continente convoca compasión y anima el espíritu
caritativo, la solidaridad. También al monstruo de los prejuicios y a esa
sospecha de que todo aquel con la piel de otro color, idioma diferente o que
pronuncia el local con marcado acento extranjero, es un animal de cuidado,
recipiente su psiquis de propósitos inconfesables, fronterizo entre la
civilización y la barbarie, de propensión preestablecida a cargarse las normas
de la comunidad anfitriona.
Se
ve y vive a diario. Si acaso hiciese falta, sirvan como ejemplo las acciones de
Ana Julia Quezada y reacciones al infanticidio que ha confesado en Andalucía.
Todo asesinato es deleznable, sobre todo si
Ana Julia Quezada y Gabriel Cruz Ramírez 'Pescaíto |
Inútil
ya la presunción de inocencia. Ana Julia, nacida en La Vega hace 43 años,
admitió ante las autoridades que mató al niño Gabriel Cruz, hijo de la pareja
con la que convivía desde algún tiempo en una aldea de Almería, en el sur de
España, lugar del único desierto en la geografía europea. Lo hizo porque sí,
quizás por celos, y en el juicio que se le prepara probablemente abunde en las
motivaciones que la llevaron a delinquir de manera abominable.
Para
añadir capítulos al morbo, escondió el cadáver y luego montó una actuación
magistral durante varios días, intérprete de un sentido dolor y empeñada en la
búsqueda de un Gabriel al que la comunidad, y también los padres, creían
extraviado o secuestrado. El niño yacía en un pozo abandonado y una trampa
montada por la Policía motivó el error que puso a flote la perfidia de Ana
Julia. Quiso trasladar el cadáver a un lugar más seguro en el maletero de un
automóvil. Ahí se le terminó el cuento y arrancó otra fase de una tragedia
luctuosa, tanto social como individual.
El
infanticidio suele ser un crimen chocante. Acelerado el estremecimiento
colectivo por varios días de noticias sobre la búsqueda de Gabriel, el final ha
sido explosivo. Sobre todo porque responsable es una mujer, nacida en el
extranjero y, además, negra. El amarillo ha coloreado muchos de los reportes
informativos e incentivado opiniones claramente racistas y en sintonía con ese
sentimiento antiinmigración que se desplaza por Europa Occidental como nuevo
fantasma ideológico. “De ascendencia” u “origen dominicano” se han convertido
en muletillas sin la cual no puede andar la mayoría de las descripciones sobre
Ana Julia. Como si tal mención explicara el crimen o fuese un elemento
indispensable en la configuración de una noticia.
No
dudo que sea manipuladora, farsante y actuado con “malvada voluntad” al
asfixiar a un indefenso Gabriel Cruz, de ocho años, como afirma el juez en el
sumario para la reclusión sin fianza. Esas tachas, sin embargo, nada tienen que
ver con su origen ni primera nacionalidad. Le son propias como humana y,
quizás, las produjo el entorno donde ha vivido. Cuenta más calendarios en
España que en la República Dominicana. Allí llegó con 16 años, a un burdel. Uno
de los diarios que con mayor agresividad ha informado sobre este drama
sobrecogedor, publicaba lo siguiente:
Ángel Cruz y Patricia Ramírez |
“Ha
cambiado las chabolas de su República Dominicana natal por un club de alterne
de la carretera Madrid-Irún próximo a Briviesca (Burgos). El Piccolo. Es aquí
donde comienza la historia de Ana Julia en España... En el club de alterne
Piccolo, Miguel Ángel conoció a Ana Julia. Él era un camionero de Burgos,
residente en el barrio obrero de Gamonal. Se enamoró perdidamente de la
dominicana. Era el año 1994... “La sacó del prostíbulo. Ella no tenía nada de
nada. Salió con una mano delante y otra detrás. Con decirte que no tenía ni
bragas, que se la compramos nosotros”, cuenta el círculo más próximo a Miguel
Ángel a la reportera. Miguel Ángel “compró los papeles de Ana Julia al dueño
del prostíbulo”.
Párrafos
que horrorizan, y no solo por la presunción insensata de que la República
Dominicana es un país de chabolas y el empeño manifiesto en pintar un retrato
que despierte odio, que sume peso al lastre que durante el resto de su vida
arrastrará esta desgraciada. Todavía menor de edad, a Ana Julia la vendieron al
dueño desalmado de un prostíbulo. No llegó a España como cualquier otro
inmigrante, sino traficada. Para servir como esclava sexual. Miguel Ángel, su
marido posteriormente, la adquirió. Como si no interviniese un acto criminal,
obviado por el diario en esta historia de sordideces, “el círculo próximo”
contrabandea como acto de caridad haber suplido las necesidades básicas de
vestido que tenía la mujer comprada. Como esclava, por supuesto carecía del
derecho a la propiedad.
Desde
el 2008, Ana Julia es ciudadana española luego de residente legal por largo
tiempo. Una formalidad que no redime su responsabilidad en un acto salvaje pero
que, empero, alienta cavilaciones. ¿Cómo explicar que en una sociedad
desarrollada, alguien pueda ser comprada en los estertores del siglo XX, y
ciudadanos responsables, “caritativos”, no den parte a las autoridades o
busquen las vías para proveer apoyo psicológico a una víctima cierta de un
crimen execrable? ¿Hay o no responsabilidad compartida entre la sociedad y el
ciudadano que durante 23 años marcha de tropiezo en tropiezo, como se deduce de
los relatos instantáneos sobre la vida ”malvada” de Ana Julia en España?
Si
ligar el crimen al origen extranjero de Ana Julia ronda el extremo, se llega al
absurdo con la pretensión de más de 400.000 personas que han firmado un
manifiesto para que a una ciudadana española, “de ascendencia dominicana”, la
fuercen a cumplir condena en las ergástulas del país natal. El salvaje, a la
selva donde nació. Juzgar al todo por la parte en un hecho aislado, y extender
el velo macabro hasta arropar a una comunidad esencialmente humilde mas
trabajadora. Innecesario aventurar hipótesis sobre los presupuestos reales
detrás de esta infamia, aceptado que no hay españoles de primera ni de segunda.
Y que, como española que es la asesina confesa, el Código Penal de su país
prescribe que se la juzgue y castigue allí al prohibir taxativamente la
expulsión de los nacionales. Los humanos, esos a los que nada les es ajeno, nos
libramos de las excretas por múltiples canales. Las más dañinas y contaminantes
se generan en el cerebro en forma de ideas trasnochadas, cargadas de
estereotipos y asentadas en falsedades. En todo este barullo que a tantos deja
disminuidos, la voz más alta ha sido precisamente la de la madre adolorida. Ha
dado una lección con una solicitud que no por haber caído en muchos oídos
sordos carece de potencia: “...que no se extienda la rabia, que no se hable de
esta mujer más y que queden las buenas personas”. Una flor en el desierto de
Almería que se ha extendido por unas pocas geografías de España.
17 Marzo
2018,
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