sábado, 19 de julio de 2014

Lo imaginé como un adalid del orden y paradigma de la dignidad


Malos Augurios

Por Reynaldo Vargas


Todavía resuenan en mis oídos las palabras del ciudadano Danilo Medina —bajo solemne juramento ante la Asamblea Nacional durante la toma de posesión del cargo que hoy ostenta— de respetar y hacer respetar las leyes de la República. Y yo le creí.  Me  convencí de su reciedumbre y agallas no comunes, sobre todo cuando tocó el tema de la Barrick Gold Corporation. Lo vi, entonces, como firme simiente que brota cual  gigantesco muro de contención ante tantos desmanes; lo imaginé como aquel Héracles de la Grecia del Olimpo sacro,  adalid del orden y paradigma de la dignidad. 



      Pero la felicidad dura poco en casa del pobre, y mi convicción comienza a desplomarse al ver la transmisión en vivo del discurso del ya ciudadano presidente durante la II Cumbre del Consejo de Estados de América Latina y del Caribe (CELAC) en La Habana. Refutó algunas falacias maliciosamente difundidas; se defendió como pudo y a un necio payaso puso en su sitio. Lo malo fue que le exigió  respeto a quien no pinta nada en la perversa ecuación que nos ha metido en el más fétido fango.
     En un giro, para mí, insólito,  el Presidente Medina prefirió  hacerle frente a un insignificante inútil con cómicas ínfulas de monigote de intereses bastardos, y no a los auténticos ideólogos, promotores de la rastrera reputación que nos han endilgado de que somos el apartheid del Caribe, criminales racistas, violadores de los derechos humanos y un rosario de etcéteras que dan ganas de salir a cazar granujas.
     Probablemente esté yo equivocado malinterpretando el significado de lo que es la autarquía, e ignore  la nueva visión de lo que debe ser el fuero de un pequeño Estado al lado del país más poderoso e influyente que el mundo haya conocido. Pero no tengo dudas de que ese período de inanición sostenida que ha exhibido el Gobierno ha podido servir como dulce plataforma para aquellos planes —todos siniestros— dirigidos en contra de la existencia misma de la república, y de que —aun sin proponérselo— resulte siendo cómplice del crimen. 
     El mandatario dejó bien claro que, si no defendía a su país, no merecía ser el presidente de los dominicanos; y que, si no obedecía las leyes, se exponía a ser sometido a un juicio político en el Senado de la República. Caramba, qué pena que esas posibilidades no se vislumbran en el horizonte, pues, si estaba tan consciente de ello, cómo es posible que lleve casi dos años tolerando, en absoluto silencio, todo tipo de  vejámenes por parte de la llamada comunidad internacional, y —peor aún— justificando su inercia tras un estropeado parapeto de “a un viejo problema hay que resolverlo despacio y sin presión”. 
       La manera como fue rechazando los infundios lo involucraba cada vez más como responsable del problema nacional, al reconocer que en el país hay casi un (1) millón de ilegales (todo el mundo sabe que hay más); y, como se trata de haitianos, su Gobierno —aseguró— “mira hacia el otro lado”. Incluso admitió que, en su Administración, ninguna autoridad militar, policial o de migración, molesta a ningún ilegal, que nadie comprueba su estatus, que viven libres y en completa armonía con los dominicanos. Llegó al colmo de invitar a todos los presentes a que visitaran nuestro país para que se convencieran de lo que decía. Poco faltó para añadir que es mejor ser ilegal en República Dominicana que legal en otro  país.
     Parecía que solo le interesaba demostrar lo complaciente que es, y no el malo de la película, al reconocer que, aun cuando nuestras leyes laborales exigen un 80% de mano de obra nacional y un 20% de mano de obra foránea, se decidió por violar la Ley permitiendo la fórmula contraria, sobre todo en los sectores domésticos más sensibles: el agropecuario, el turístico y el de la construcción.
    Con renovado impulso, anuncia que se le dará visa de turismo y de residencia a todo el que lo requiera; permiso de trabajo, también, algo así como “pidan y se les concederá”; y, finalmente, el codiciado trofeo de la nacionalización, claro está, bajo el eufemismo de la Naturalización. Encima,  nos costarán mil millones de pesos naturalizar al vapor a 500,000 ilegales.   
      El epílogo de su discurso es lo que casi me aniquila, cuando le pidió disculpas a un auditorio repleto de sus colegas del CELAC. Si él cree que ha cumplido con su deber, ¿por qué se disculpa?  ¿Por intentar defender a su país? ¿Para demostrar su refinada educación? ¿Para justificarse ante canallas chantajistas y proxenetas de la política allí presentes? ¿Qué fuerza es tan poderosa que lo empuja a disculparse, aun teniendo la razón de su lado? Deseché esas y otras preguntas, porque no quería saber las respuestas. Seguro no iban a gustarme.
    Mientras tanto, la frontera sigue siendo una entelequia, pues la cantidad de ilegales que la cruzan cada día se encarga de demostrarlo. No conformes con ello, respondemos prohibiendo la repatriación de indocumentados, quienes, a su vez, en medio del frenesí en sus habituales ceremonias vudú, pisotean, mean y queman la bandera dominicana, llegan —incluso— hasta a enarbolar la suya. Incineran nuestros bosques para hacer carbón y venderlo en Haití sin impedimento alguno; y, como para cerrar el círculo, se deja a Tomando Nuestro Territorio continuar tranquilamente con sus conocidas actividades, ya concebidas de antaño.
     ¿Cómo se permite semejante abominación? ¿Así es como el Sr. Presidente respeta y hace respetar las leyes de la República? La verdad es que ser testigo de esa conducta contemplativa del Gobierno y ver a un PLD enmudecido, dedicado al ejercicio de la autocomplacencia, me ha partido el alma en tantos pedazos que no sé a dónde fueron a parar mis simpatías sublevadas.



     Pero la poesía apócrifa de la historia puede verse cuando los “Pretores” de la ONU aquí asignados, publican en la prensa nacional que hay un millón y medio de ilegales que naturalizar. Y, aunque rápidamente corrigieron la cantidad, ya no importaba; pues el termómetro había sido colocado —fácil imaginar por dónde— y el mensaje… alto y claro. Así las cosas, nunca nos dirán cuánto nos costará ser niños obedientes, más aun, cuando ya comunicaron lo que vinieron a decir el Jefe del Comando Sur, el Vice Biden y, el koreano Moon.

Sucede que la importancia y el alcance político social de la Constitución de un país —y, por tanto, su real valor como estructura normativa—, no está precisamente en lo que dicen sus páginas, sino en cuánto conoce de ella la población; y, mientras más conoce de ella, más puede identificarse con su carta sustantiva. Dicho de otra manera, si no se conoce la Constitución, entonces no existe en términos prácticos. Y, como este pueblo en general no conoce la suya, nunca se entera —ni le importa— si la patean, si la amputan, si la remiendan o si la escupen. Eso lo supo siempre  Joaquín Balaguer —flamante Padre de la Democracia dominicana según el PRD— cuando la considerara en su momento como un simple “pedazo de papel”. La pregunta es ¿tenía él razón?
      Termino recordando que  “aquellos que saben lo que hay que hacer y, sin embargo, no lo hacen, poseen la peor de las cobardías”… Lo dijo Confucio 500 años antes de Cristo.

Reynaldo Vargas es médico cirujano cardiovascular, reside en Santo Domingo

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