Sólo el espacio que habitas
De:
Aníbal De Castro
Hay hechos
que atenazan la conciencia y se instalan en ella inmunes al desalojo para ir y
venir como marea de turbación, como alarma permanente ante injusticias
escandalosas que privan de dignidad al ser humano. Individualizadas, con
nombres y apellidos, esas situaciones se potencian porque nos acercan a la
tragedia y permiten identificarnos con la víctima.
Las
sociedades han adoptado medidas de protección que a su vez son fuentes de
inequidad. Una de ellas es el encarcelamiento, cirugía social que idealmente
elimina un peligro o escarmienta cuando se rompen las reglas indispensables
para la preservación del grupo. Prevención y castigo se amparan en el consenso
de que el bien común tiene precedencia. Sin embargo, los sistemas penales y la
administración de justicia han mutado en mal mayor, incluso en países
industrializados que enarbolan los derechos humanos como baremo que los aparta
de países menores a horcajadas entre la civilización y la barbarie. Lo cierto
es que, en mayor o menor grado, todos estamos atrapados en la paradoja cruel de
que la justicia acarrea injusticias, y que el imperativo del orden ha devenido
un subterfugio en obediencia a motivaciones políticas diferentes, pero todas igualmente
corrosivas para la fábrica social y la pretensión democrática.
La privación
de libertad se me ha antojado siempre como severa. El confinamiento en un
espacio reducido, el impedimento de movilidad física y mental se corresponden
con un supuesto inquietante para quienes nunca han guardado prisión. El
castigo, se ha dicho siempre, va de la mano con la gravedad de la ofensa. Solo
que esta última es relativa, mas no así el primero. El sexo fuera del
matrimonio y la homosexualidad, por ejemplo, conllevan aún cárcel en algunos
países. La posesión de un móvil conduce directamente al pelotón de fusilamiento
en Corea del Norte, y la decapitación se reserva en otras latitudes a quienes
se apartan de la ortodoxia religiosa. Y sí, toda sanción se aplica bajo el
pretexto de razones que la autoridad se encarga de definir de acuerdo a las
convenciones del momento.
La inocencia
es un bien escaso, no solo en los confines de la intolerancia política, social
y religiosa. Ahí está Glenn Ford para recordarlo, nombre y apellido que hace
unas semanas colmaron los medios de comunicación y las redes sociales. Durante
30 años, este afroamericano, condenado a la pena capital por un jurado
compuesto exclusivamente por gente blanca, estuvo en el corredor de la muerte
en la famosa prisión Angola, en el estado de la Luisiana. En el libro de los
récords de las barbaridades judiciales, Ford figura como uno de los mortales
que más tiempo aguardó para que se le ejecutara. Y para que se le hiciera
justicia en vida.
Se le
condenó a muerte por el asesinato de un anciano joyero, en 1984, pese a las
dudas de los jueces que revisaron su caso y a pruebas inconclusas. El fiscal
actuante se aseguró cuidadosamente de la composición racial del jurado, razón
más que sospechosa en el sur profundo norteamericano y en el mismo estado en
que a nuestro Felipe Alou un policía le impidió penetrar al terreno de juego
sin importarle el uniforme de pelotero: el único lugar para un negro era uno
apartado en las graderías. Tampoco disparó las alarmas que la especialidad de
uno de los abogados defensores fuese las exploraciones de gas y petróleo, sin
la participación en un solo juicio abierto y contradictorio en su haber
profesional. El otro había salido de la universidad dos años atrás y se
desempeñaba como picapleitos en casos relacionados con el seguro y accidentes
menores de automóviles.
De nada
sirvió que fuese falso el testimonio de un testigo, --novia de uno de los
sospechosos iniciales--, una señora que frente al jurado admitió que había
mentido. Aun así, la Suprema Corte de la Luisiana mantuvo la pena máxima no
obstante renocer que las evidencias en contra de Ford pecaban de débiles y que
el expediente acusatorio cojeaba por serias fallas. Ese mismo sistema,
indolente tres décadas atrás, libró a Ford del largo tormento: un juez ordenó
su inmediata libertad luego de que los fiscales admitieran que la condena no
era sostenible a la luz de las evidencias y otros detalles nuevos.
Sobrepasa
cualquier capacidad de imaginación la vida en el pasillo de la muerte durante
tres décadas, con la gravedad y el espacio que habita tu materia como una
posesión, y bajo la amenaza constante de eliminación total. Con el Estado dueño
de tu vida. Saberse inocente y, sin embargo, con fecha final en el calendario
apuntan hacia un infierno insoportable. Percatarse de que las posposiciones de
la ejecución eran una simple tregua, pasible de ser rota en cualquier momento
con el consecuente encuentro por primera y única vez con el verdugo, minaría la
voluntad de aquel pobre hombre, sin empleo permanente cuando la policía lo
detuvo y acusó de la muerte de Isadore Rozeman. En países como el nuestro, la
pena de reclusión máxima es de treinta años, el tiempo que pasó Ford a la
espera de que lo ataran con unas correas de cuero a una camilla, le colocaran
un catéter en una de sus venas y le desparramaran por todo el cuerpo una dosis
letal de un cóctel químico que ahora las empresas fabricantes se niegan vender
a los estados donde aún prevalece la pena de muerte. Nunca se enteraría de que
unos minutos después, y ante los ojos de unos testigos que presenciarían el
acto brutal protegidos por un grueso cristal, un médico lo auscultaría para
declararlo muerto. Y una vez más proclamarse como justicia cumplida lo que en
su caso hubiese sido una injusticia mayúscula, total y definitiva.
Hay
resentimiento en el Ford hombre y no lo oculta. Porque, como dijo al salir de
la cárcel, su mente viaja por todos lados y se siente bien, pero hay un punto
de no retorno. Por ejemplo, ya es imposible hacer lo que le correspondía cuando
tenía 30, 38 ó 48 años, "o cosas así". Respuesta sencilla y que sin
embargo condensa el drama del inocente al que se le distrajo el derecho a la
rutina normal durante la mayor parte de su vida. Su caso es el número 144 entre
los condenados a muerte exonerados de toda culpa en los pasados 40 años. Al
menos está vivo para contarlo y confrontar la otra injusticia, la de solamente
tener derecho a $25,000 por cada año perdido en la cárcel, pero limitada la
suma a un total de $250,000. Menos de 23 dólares por cada día de tormento
inenarrable, apartado de los suyos, con la sombra de la muerte arropándolo
durante 10950 jornadas diarias.
Si la
privación de libertad es un supuesto inimaginable, también lo son las
condiciones en que opera el castigo o la injusticia. Tampoco es ahí el
subdesarrollo territorio exclusivo del olvido de los derechos humanos. Las
cárceles son ya un negocio privado, con unos rendimientos anuales colosales. La
Unión Civil Americana de Libertades (ACLU) describe de esta manera un
establecimiento carcelario dentro de la nueva tendencia privatizadora, en
Misisipi: "una facilidad extremadamente peligrosa que opera en un estado
de crisis perpetuo, donde los prisioneros viven en condiciones horrorosas y
bárbaras y sus derechos humanos básicos son vulnerados a diario". Las
violaciones sexuales son constantes, a los reclusos se les coloca en solitaria
hasta por años, abundan los suicidios y las infecciones provocadas por las
ratas son tan serias que se ve a los gusanos reptar por encima de los cuerpos.
No es una exageración, sino parte de la argumentación en el proceso judicial
que lleva la ACLU en representación de algunos prisioneros: hay quienes le
colocan una cuerda a una rata y se la venden como mascota a internos
desquiciados. ¿Son La Victoria y Najayo los mejores ejemplos de cárceles
brutales, medievales y horrorosas?
No todos los
índices de crecimiento satisfacen. Por ejemplo, en los últimos 30 años la
población carcelaria en los Estados Unidos ha aumentado un 790%, la mayor en todo
el mundo pese a que la India y China, por ejemplo, duplican y triplican el
número de habitantes de la gran potencia. Ese sistema de barrotes, puertas
metálicas insalvables y hacinamiento cuesta al año el equivalente a todo el
producto bruto dominicano, o sea por encima de 50,000 millones de dólares. Pero
hay un color favorito en las prisiones del Norte revuelto y brutal, porque allí
uno de cada tres afroamericano conocerá la cárcel en algún momento de su vida.
De acuerdo a la ACLU, las cárceles norteamericanas se convierten paulatinamente
en un gran almacén de orates al tiempo que los estados recortan los gastos en
salud mental.
Le llaman
"el hoyo", un término familiar en las producciones de Hollywood.
Refiere al aislamiento o solitaria, régimen que administrativamente se aplica a
un prisionero por las razones más diversas. Es el peor tipo de encarcelamiento,
capaz de provocar traumas imborrables al contravenir de manera radical la
condición de gregario inherente al ser humano. La privación sensorial, han dicho
los expertos, cae en el terreno de la tortura. De acuerdo a estudios
científicos, bastan dos días en ese confinamiento extremo para que las ondas
cerebrales se conviertan en delirio o estupor. Cada día, sin embargo, un
promedio de 80,000 norteamericanos están en "el hoyo", y hay algunos
que guardan un inventario de décadas en esas condiciones. Tan severo es el
castigo que las Naciones Unidas lo han condenado y pedido que solo se aplique
en circunstancias muy especiales y por no más de 15 días.
Hay unas
cárceles llamadas Supermax, en boga desde finales del siglo pasado cuando se
impuso la política de mano dura frente al crimen. Cuarenta estados cuentan ya
con estas instalaciones, especializadas en el aislamiento de los prisioneros.
No ya de la sociedad de la cual han sido removidos por peligrosos, sino incluso
de sus compañeros de prisión. Las celdas son minúsculas, casi todas sin
ventanas. En Virginia, contiguo al Washington donde de una manera u otra
convergen las oenegés que tanto hablan de los derechos humanos en estas
latitudes salvajes y tropicales, los internos en las Supermax pasan un promedio
de 2.7 años en aislamiento. ¿Cuántos días recomendó la ONU como el tope a tan
inhumano castigo carcelario?
Sin embargo,
Virginia, derivado del latín virgo, virgen o en estado original, no es el peor
ejemplo. En Texas, donde todo excede las dimensiones normales, el promedio de
años en solitaria es de cuatro. Pero esta vez se quedaron cortos los tejanos de
la estrella solitaria en su bandera, porque en Arizona son cinco años; y en la
noble California, de acuerdo a un dicho génesis de tendencias que arriban
posteriorme al Este con 20 años de retraso, es de 6.8. El dato proviene de una
activista contra la detención solitaria, la norteamericana Sarah Shourd, porque
vivió en carne propia en Irán un poco más de un año lo que ahora denuncia: ¡500
convictos han sido mantenidos en "el hoyo" californiano por más de
una década y 80, por más de 20 años! Y sí, se supone que Irán sea una teocracia
intolerante y que las violaciones que allí ocurren no se repitan en otros
lugares del planeta alegadamente más civilizados.
Si el
propósito de la prisión es brindar la oportunidad para que los reclusos
modifiquen su conducta antisocial, el confinamiento en solitaria es totalmente
lo opuesto, adelanta Shourd en una entrevista reciente con motivo de la
publicación de su libro A Sliver of Light (Un haz de luz). ¿Cómo ser productivo
sin la oportunidad de interactuar con otros seres humanos y si se fuerza a que
la privación mental disloque el cerebro hasta transformar al propietario,
enterrado vivo, en una piltrafa?
Definitivamente,
la barbarie trasciende los gentilicios. Tirar la primera piedra será siempre un
ejercicio arriesgado.
adecarod@aol.com
22 MAR 2014 | DIARIO LIBRE
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