A DECIR COSAS
Elucubraciones no tan independientes
De:
Aníbal De Castro
Ciento
setenta años de aquel febrero heroico cuando nació la República Dominicana y
que ahora celebramos mansos y cimarrones con libertad absoluta para asignarle
significados y aportar interpretaciones variopintas. La historia es un acomodo,
ciertamente, una revisión del pasado que se ajusta a los tiempos y se renueva
como aquel río, siempre diferente cada vez que probamos sus aguas con el cuerpo
entero o cualquier muestra de la anatomía.
También
tengo mi interpretación de la Independencia, en mayúscula, y de la
independencia, en minúscula. La primera aún me asombra, no como fecha que trae
consigo la ventaja del día de asueto sino como empresa plena de coraje,
constancia y fe ciega en la posibilidad de un porvenir comunitario. La
dominicanidad apenas se insinuaba y sin embargo unió a los conjurados en un
propósito.
La construcción del Estado-nación, cuya zapata echaron los
febreristas, trasciende la simple referencia histórica que se repite en los
libros de texto. La abordo como una gesta ante la cual hay que inclinarse con
reverencia. Sus protagonistas antepusieron las convicciones a las bayonetas y
capacidad de represión de los ocupantes del lado oriental de la Española. David
venció a Goliat en el 1844 dominicano.
La fuerza de
la Independencia como inflexión en la narrativa dominicana radica en la
concreción del nosotros, del colectivo que hoy detenta una nacionalidad, y no
necesariamente en el rechazo de los otros. Reitero que la historia es flexible,
maleable en extremo, mas estirarla demasiado comporta riesgos. Preferible que
el tiempo pulgue las culpas ajenas y propias y así evitar que los atavismos se
conviertan en la definición del presente y el futuro.
Aunque solo
una fecha, el 27 de febrero como encarnación de la Independencia alberga muchas
otras, todas identificadas con la meta del nosotros. Incluye, por ejemplo, el
rechazo de las tres invasiones posteriores que perseguían revertir las
ganancias de los Trinitarios. Cada batalla debe ser entendida como la
reivindicación de la causa convertida hoy en efémeride nacional. Llamada con propiedad
Restauración, la guerra que enfrentó a los patriotas contra las tropas
españolas de ocupación en el período 1863-1865 fue otra reconfirmación del
colectivo dominicano y su derecho a una historia propia.
Ambas
instancias comportan un elemento en común: la debilidad de las fuerzas
dominicanas frente al adversario. Haití devino república a principios del siglo
XIX, en medio de una contienda que le ganó una experiencia bélica de primer
orden. Si bien la naturaleza contribuyó a diezmar las tropas napoleónicas, no
es menos cierto que se impuso una pericia militar a base de la improvisación,
en oportunidades; de un mejor conocimiento del terreno y por tanto superioridad
estratégica, en otras, pero en todas el temple de unos soldados imperturbables,
dispuestos a morir. Una treintena de años después, el ejército haitiano debía
acumular un conocimiento encomiable de las artes militares, no así las tropas
de un Estado en ciernes y sin medios ofensivos comparables.
Aunque para
la segunda mitad del mismo siglo España acusaba un cansancio imperial evidente
en su fracaso en las Américas, las tropas enviadas a la antigua colonia
caribeña aventajaban a los insurrectos en casi todos los órdenes, excepto en la
disposición para defender un país forjado en el fragor de los campos de
batalla. Tácticas innovadoras, unida a la valentía incuestionable de los
irregulares, concluyeron en la victoria dominicana.
Más que un
solo hecho o un concepto estático, la Independencia en
estas latitudes
caribeñas es un continuum interminable, una historia a la que no se le conoce
final. Adquiere fisonomía propia en cada estadio, las circunstancias determinan
sus características, condiciones y manifestaciones. Por ejemplo, también cabe
en el 27 de Febrero el final de la ocupación norteamericana que se extendió
desde el 1916 hasta el 1924. El ejercicio del nosotros estaba coartado por la
imposición de la voluntad foránea prevalida de la fuerza de las cañoneras y de
un ejército decidido a impedir cualquier apuesta diferente al deseo imperial.
La República
Dominicana cesó en 1965, afortunadamente por muy poco tiempo. Cuando se
marcharon las tropas invasoras se restableció la Independencia y readquirió
vigencia la responsabilidad del nosotros en la determinación del rumbo
histórico. Es otro hito a añadir a los fastos de estos días porque resolvió
otra fractura más en la Independencia como ese continuum al que aludo.
Estos
tiempos de globalización y uniformidad de reglas con categoría de universales
plantean una complejidad nunca vista en la autodeterminación de los pueblos. En
el caso de la Unión Europea, la soberanía en su aceptación clásica ha
desaparecido. La ha reemplazado una modificación ad-hoc que incluye organismos
supranacionales y normas cuya aplicación local se decide y supervisa en espacios
allende las fronteras tradicionales. Caso único en el devenir del continente
que ha hecho los mayores aportes a la libertad, la reducción de lo nacional no
se ha impuesto por la fuerza sino proviene de un consenso que, pese a las
muchas contradicciones y disensiones, se mantiene.
Paradoja y
ejemplo para quienes creemos en la integración, la restricción a la capacidad
de decisión de los Estados ha traído aparejado un ensanchamiento de las
libertades individuales y del respeto a los derechos humanos. La libertad de
movimiento, aunque sometida a cuestionamientos e interpretaciones, ha rescatado
viejas aspiraciones y resuelto el conflicto de bienes y servicios sin necesidad
de licencias para trasponer fronteras, y ciudadanos sin acceso a las mismas
facilidades.
La
complejidad implícita en la Independencia bajo la bandera de un mundo en el que
las distancias se acortan a fuer de tecnologías cada vez más impactantes
presenta retos nuevos y que requieren de gran visión y talento. Uno es, por
ejemplo, cómo conservar la identidad nacional sin soslayar el necesario
enriquecimiento que implica el acceso sin impedimentos a otras manifestaciones
culturales, algunas de solera e indudables aportes a la Humanidad. Y de paso,
se generan conductas para las cuales no hay respuestas en el andamiaje legal o
no encuentran albergue en las prácticas cotidianas. La mundialización tiene un
componente revolucionario tan serio a veces como un cañonazo en la
santabárbara.
Otro desafío
es cómo nos insertamos en la cadena global de suministro, qué puesto ocupamos o
cuáles ventajas comparativas nos validan para competir de manera eficiente
frente a contrincantes comerciales que no siempre operan bajo las mismas reglas
que nosotros, un país de democracia imperfecta, ciertamente, pero con avances
notables en la conformación del Estado de derecho. Y por supuesto, está la
obligación de no quedarnos a la zaga y rectificar el supuesto que ya muchos
enarbolan cuando hablan de una brecha digital insalvable para naciones como la
nuestra.
La
Independencia transita en estos tiempos por la obligación a cumplir con los
compromisos que implican la adscripción a convenios internacionales, a
prácticas conforme a un código de derechos humanos y el compromiso de resolver
los conflictos con apego al diálogo. Lejos estamos, por razones más que
evidentes, de practicar la insularidad como ejemplo del nosotros. La independencia
es el concepto y práctica en boga.
La
independencia es distinta en tanto incumbe al yo en mayor medida. Se conjuga en
singular, pero sin prescindir del nosotros. Coinciden en que no son absolutas
sino relativas, muchas veces al garete de las circunstancias. Ser independiente
es un estatus vago, sin posibilidades de arraigo total dado el carácter
gregario que nos distingue y obliga a la vida en sociedad. Por el contrario, la
dependencia en el caso es una confirmación de humanidad, una vinculación a los
otros de la cual no puede prescindirse.
La soledad,
si estado angustioso, confirma cuán dependientes somos y necesitamos ser. De
humano es echar el tiempo de la agenda y agotar una jornada sin reloj frente a
una botella de buen vino y los amigos de siempre. O envolverse en una
conversación en que las colindancias surgen sin problema, y cuando asoman las
desavenencias se esfuman por la aceptación previa de que la uniformidad de
puntos de vistas no siempre es ventaja. Al mismo capítulo pertenece la
nostalgia por el ser querido, la combustión de las pasiones en los encuentros
furtivos de los amantes, las esperas que son largas y se borran con la aparición
de aquel o aquella a quien se ansía ver.
La
levitación existe en el mundo de los mitos: distanciarse de lo material supone
una épica tan cierta como la gravedad. Dependemos de gustos aprendidos y que
sin embargo se tornan insustituibles; nos aferramos a tradiciones que se
convierten en tales a fuerza de repetición y no en obediencia a la
racionalidad; nos inclinamos ante convenciones porque simplemente permiten la
participación en el grupo del cual nos sentimos o querermos ser parte. Insisto,
la autarquía también es imposible en lo personal, y qué bueno que así sea para
satisfacción de quienes quieren al otro en la misma categoría que el yo.
Celebremos
en este febrero que se agota y siempre la Independencia, y la derrota
existencial de la independencia.
Dependemos de gustos aprendidos y que sin embargo se tornan
insustituibles; nos aferramos a tradiciones que se convierten en tales a fuerza
de repetición y no en obediencia a la racionalidad; nos inclinamos ante
convenciones porque simplemente permiten la participación en el grupo del cual
nos sentimos o queremos ser parte. Insisto, la autarquía también es imposible
en lo personal, y qué bueno que así sea para satisfacción de quienes quieren al
otro en la misma categoría que el yo.
adecarod@aol.com
02 MAR 2014 | DIARIO LIBRE
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