El encanto y desencanto de la nacionalidad
De:
Aníbal De Castro
En estos días del otoño que pinta colores inverosímiles en las copas de
los árboles, entonaba el espíritu con una dosis exacta de Richard Strauss,
compositor que evoca lo sublime con su música inspirada, y recordaba un
episodio que me devolvió al mundo terrenal de las complejidades detrás de las
características que definen la nacionalidad. No esas líneas estrechas que caben
en constituciones, leyes, arrebatos de tribunales y oenegés escandalosas, sino
señas que de inmediato revelan adscripción a un país sin necesidad de papeles.
En primera fila y junto a un querido amigo, nos deleitábamos con los
Lieder en el auditorio exquisito del Barbican Centre del Londres donde es
posible acudir a varios conciertos de música culta el mismo día. Al final, la
encopetada señora al lado nuestro, inglesa por demás, confió su grata sorpresa
por el magno regalo musical que habíamos recibido. Para ella, la música de
Strauss carecía de fuerza y en su opinión, más o menos, el alemán pertenecía a
la categoría de compositores menores. Su impresión original y la volta face al
escuchar la música calmada, profunda y legítimamente humana de la última
creación de Strauss no fueron mi causa de asombro, como comentara luego a mi
acompañante, sino que una británica osara dirigirse a un desconocido en una
sala de concierto. Y, además, colar sus emociones ante un extraño.
Al británico se le reconoce por su compostura, propiedad en el trato y
respeto a las convenciones. Hay la historia en broma sobre dos súbditos de la
reina varados en una isla por meses y que solo se dirigieron la palabra una vez
rescatados y a la mesa ya del capitán del barco salvador: no habían sido
presentados formalmente. Falso o estereotipado ese trozo del retrato inglés, lo
cierto es que hay rasgos comunes a la nación que confieren una especificidad
que al mismo tiempo es diferencia y definición. Difícil de describir porque no
siempre emerge como conducta, sino a menudo como sentimiento espontáneo cuando
se pulsan ciertas notas que nos conducen sin escala al origen, que nos apiñan
en el colectivo y con igual intensidad desencadenan orgullo, vergüenza,
nostalgia o alegría.
No somos dominicanos en oposición a otras nacionalidades, concretamente a
la vecina como se nos dice a menudo. Ni tampoco sirve el común denominador de
ariete para marginar al otro o colocarle al frente el sello de la inferioridad.
Nuestras reglas, escritas o no, nos describen e informan hacia dentro y fuera
cuáles son los atributos, defectos o piezas del rompecabezas ser dominicano. La
expresión política de la ecuación pertenece a cada Estado, consenso establecido
sin remilgos en La Haya en 1930. Antes que facilitarlo, los Estados han
dificultado el acceso a la nacionalidad. No se es británico o español por haber
nacido en el Reino Unido o en España, como tampoco haitiano todo el que ve la
primera luz en el oeste de la isla Española.
El punto de partida es la madre, tampoco una regla universal. La
apatridia, ese pecado original, adviene con la imposibilidad de acceso a otra
nacionalidad excepto la del país natal. Que un Estado dificulte o niegue la
nacionalidad a sus hijos nacidos en el exterior necesariamente no genera
responsabilidad al país anfitrión, como establecen claramente las reglas del
derecho internacional. La decisión constitucional de que es ciudadano de los
Estados Unidos o Canadá todo aquel nacido en el territorio, el ius soli sin
calificación, apenas rige en 45 de 190 países.
Regresaba a mis obligaciones diplomáticas y Atlanta era el primer punto
de ingreso a la tierra del hombre libre en el himno nacional. Al ver el
pasaporte, la oficial de migración, una afroamericana amable y con la gracia y
acento de la mujer sureña, exclamó: "¡Óscar de la Renta!". Ante el alborozo
y genuina admiración, guardé con el documento de viaje la usual circunspección
y le dije que asistiría como parte de la delegación oficial al memorial que
tendría lugar en Nueva York. En todos los medios que leí o escuché noticias o
comentarios sobre el gran diseñador, decían que era norteamericano. Algunos
añadían el lugar de nacimiento, la República Dominicana.
De la Renta desarrolló su gran talento fuera del terruño patrio, primero
en Europa y luego en los Estados Unidos. Diría que catalogaba como ciudadano
universal, porque su arte y la belleza que creaba cabalgaban allende las
fronteras de cualquier país o intento de encasillarlo. Sin embargo, nunca
perdió la dominicanidad o la nacionalidad que es más emoción que decisión
política y por tanto imposible de determinar con una cédula personal de
identidad y electoral o un pasaporte. Muchos se han olvidado de la tienda a la
que puso su nombre en la calle Pasteur, hace ya más de treinta años. De que fue
de los primeros en tener una propiedad en Casa de Campo y que se fue de allí
por el ruido de los aviones en el improvisado y antiguo aeropuerto en mitad del
exclusivo resort. Echó raíces e invirtió en Punta Cana, seducido por la
confianza y visión de Frank Rainieri; y en su atelier de Nueva York hay representación
dominicana entre los muchos talentos que allí descuellan. El hijo adoptado
proviene de un hospicio en La Romana y no solo frecuentaba su hogar en el este
de la república, sino que allí fungía de anfitrión a toda una constelación de
nombres que figuran con precedencia en el quién es quién de este mundo.
Óscar de la Renta era dominicano por nacimiento y adscripción a un
colectivo con el que compartía los intangibles de una cultura, de una práctica
social y de unos convencimientos personales en los que destacan la generosidad,
sentido de compasión y preocupación por la imagen del país. Me llamó varias
veces alarmado por la ola de infundios contra la República Dominicana que
sentía y amaba, a raíz de la sentencia del Tribunal Constitucional del año
pasado que estatuye sobre la nacionalidad. Quería ayudar, y lo hizo en su mundo
de relaciones del que formaba parte sin necesidad de apartarse de las raíces
dominicanas que cultivó con esmero. Esa República Dominicana imaginada por las
oenegés y a la que castigan con declaraciones insensatas, noticias tendenciosas
y una imagen desapegada del derecho internacional, si existe, no está poblada
por muchos dominicanos. Más bien es una construcción novelesca, puesta a tono
para el ejercicio de la doblez diplomática de países que de frente enarbolan el
escudo de los derechos humanos y los valores democráticos; y por detrás,
blanden la guadaña con que segan para que crezcan sus intereses, muy pocas
veces en sintonía con las declaraciones y posturas públicas. Preteridas las
ideologías, si no hay causas que encrespen y revuelvan estómagos, hay que
inventarlas: ya hay una cohorte de celebridades presta a canjear la banalidad
en que viven por las cruzadas en que aparecen como protagonistas ya no solo en
la pantalla grande. A ese mundo de ficción pertenece por completo el cuento
sobre la fusión de la isla, de la confabulación internacional para robarnos la
nacionalidad y llevarnos a un aquelarre signado por la indefinición cultural.
Toda una leyenda cimentada en un nacionalismo a ultranza que nos daña tanto
como la postura desaprensiva de quienes, la mayoría en la comodidad del
exterior y las sinecuras académicas, piensan en inglés norteamericano y
pretenden hablar con desparpajo dominicano. La explicación es sencilla: a Haití
y los haitianos no los quiere en verdad nadie. Ni siquiera en los países del
Caricom, donde los devuelven tan pronto llegan. La comunidad internacional
rehúsa aceptar la responsabilidad que le corresponde, y lo más fácil es
cargarle el dado al vecino más próspero.La mayor violación a los derechos
humanos de los haitianos ocurre en su propio país, donde una parte apreciable
de la población continúa indocumentada, las tensiones raciales entre mulatos y
negros saltan a la vista y el 80 por ciento de los profesionales han emigrado.
Dominicano por sentimiento y adscripción, como el gran Óscar de la
Renta, debería ser la meta. Y a esas cláusulas culturales y de práctica
condicionar en el futuro el otorgamiento de la nacionalidad, cumplidos los
requisitos que solo a nosotros toca determinar con arreglo al consenso de la
comunidad internacional consignado en el corpus doctrinal del derecho
internacional, del verdadero, no del que se inventó la Corte Interamericana de
los Derechos Humanos. Como hacen Australia y Canadá, por ejemplo, donde el
conocimiento de la historia y el lenguaje son sine qua non para la aceptación
de los inmigrantes. Ese dominicano es ajeno a la discriminación, ejemplifica la
solidaridad, cree en que el respeto al derecho ajeno es la paz, no le concede
superioridad a etnia alguna y mucho menos repara en el color de la piel o
rehúsa la validez de otras manifestaciones culturales. La buena vecindad, más
que concesión o virtud, es una obligación derivada de la observación
escrupulosa de normas internacionales, con la no injerencia en los asuntos
internos de otros países como piedra de toque. En la cultura de la paz, no hay
enemigos gratuitos sino amigos a los cuales se les tiende la mano cuando lo
necesitan y porque se acepta el imperativo de la solidaridad.
Todas estas escaramuzas y emboscadas a que nos someten ignoran lo
trascendente del momento en las relaciones en una isla única en el mundo por
albergar a dos países independientes. Se ha abierto un diálogo productivo bajo
la premisa de que hay problemas comunes solo susceptibles de ser resueltos si
los enfrentamos unidos. Poco a poco el atavismo de la historia cede terreno a
una lectura más equilibrada del pasado en un esfuerzo por construir un mejor
futuro. Cada vez son más los verdaderos dominicanos que conciben el desarrollo
de Haití como cuestión de prioridad nacional, de que la clave para detener la
migración descontrolada transita por el elevamiento substancial de la calidad
de vida tras la frontera.
La premier de los Lieder de Strauss tuvo lugar en Londres al año
siguiente de su muerte, el mismo en que nací en la República Dominicana. Fue un
éxito total, en la voz de la soprano que el compositor escogió de antemano. La
proximidad de la muerte está presente en la música densa que discurre como agua
de arroyo cristalino sobre un cauce sin sinuosidad. Mi favorita es Septiembre,
porque recoge como ninguna otra la mortalidad y decadencia del ser humano. Nos
hemos hecho a nosotros mismos trascendente quizás por inconformidad con la
certeza de la biología. De lo que no hay duda es de que el país, el colectivo
llamado dominicano, continuará. Con él lo mejor de unas tradiciones que ya nos
han definido como amistosos, generosos y bullangueros, y en el que caben todos
los colores de piel.
adecarod@aol.com
08 NOV 2014 | DIARIO LIBRE
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