A DECIR COSAS
A reír todos
De:
Aníbal De Castro
Quito y
agrego a lo escrito ya. A un año escaso de aquel circo montado en México con
apoyo de unas oenegés inefables, la Corte Interamericana de Derechos Humanos
(CIDH) deshumaniza el derecho al decir que es ciudadano dominicano aquel
arlequín con identidad robada.
A un pobre
diablo, que se apropió de los apellidos Medina Ferreras quién sabe apercibido
de cuáles consejos o espejismos de fortuna, lo convirtieron las oenegés de mis
angustias en una réplica de la impostura que las signa, en un escarnio
irredento pese a la sentencia mostrenca. La mala fe se presume, no en Medina
Ferreras, Winet Jean o como se llame el esquirol, sino en la gente letrada, a
la que se le supone tino e inteligencia, que se lo llevó al México lindo y
querido para montar una charada sin el auxilio de un buen mariachi. Pues a este
pobre infeliz, en ridículo porque no pudo cumplir la encomienda al quedar
probada su doblez, ahora le dicen los magistrados que es dominicano, vale
decir, que la mentira es verdad. Justicia mal servida y que obliga a
preguntarse si estos jueces de la CIDH cumplieron los requerimientos
socráticos: escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente
y decidir imparcialmente.
Recordemos
la historia como la narré en octubre pasado. Al tonto de capirote lo entrenaron
para mentir, fingir prejuicios y de paso devaluar su humanidad y la de su
familia. Y todo con el propósito expreso de mostrarnos a los dominicanos como
racistas, desconocedores del derecho ajeno; y al Estado dominicano, en
contravención de principios cardinales de la comunidad internacional. Carente
mi prosa de suficiencia para describir con objetividad la finalidad detrás del
pretexto que condujo a la sesión del altísimo tribunal y su sentencia, que la
tecnología supla mi liviandad caribeña:
http://vimeo.com/album/2561642/video/76517833.
Se confesó
dominicano y deportado forzoso a un país que dice nunca había visitado, cuyas
costumbres e idioma desconocía no obstante su ayuntamiento de larga data con
una haitiana. Pese a unos veinte años de residencia en el país contiguo,
aseguró que no dominaba el idioma cuyo acento inconfundible impregnaba cada
palabra, cada frase. Incluso, incorporaba de manera automática al castellano
machacado la elisión propia del francés y el creole haitiano. En un patético
donde dije digo dije diego, perecía la versión de que lo deportaron de mala
manera, le rompieron sus papeles de identificación antes de ponerlo de patitas
en la frontera y de que nunca volvería a residir en el país cuya nacionalidad
se atribuía y ahora le confirman los jueces. No pudo identificar las fotos de
sus alegados progenitores y hermanos de quienes adujo los separó la autoridad
migratoria, mas cuya ayuda, de acuerdo a su historia, no faltó mientras su
existencia, ora de pordiosero en Haití, ora de jornalero y contratista, ¡e n la
República Dominicana!, continuaba al cobijo de la cónyuge amante, descrita como
de familia de bien.
Portaba
pasaporte y cédula de identidad y electoral dominicanos. Osó decir que la
frontera se cruza sin mayores contratiempos y que bastan veinticinco pesos para
que un militar franquee el paso, si la ruta del Masacre seco es la escogida y
no el puente sometido a controles. Paradoja de paradojas: va y viene a voluntad
al país que lo expulsó. En su relato intemporal, la documentación que lo
acredita como dominicano (¿y no que se la quitaron y destruyeron?) le allanó el
camino hasta el capitaleño Hospital Darío Contreras con su hija en una
ambulancia desde la frontera de su bochorno, víctima aquella de un accidente
automovilístico en el Haití donde testimonió lo acogieron con los brazos
abiertos, pero en el que le negaron por extranjera las primeras atenciones
médicas a la pequeña. Allí no pudo continuar los estudios gratuitos iniciados
en la pérfida República Dominicana porque en Anse-à-Pitre había que pagar y los
ingresos no alcanzaban. En ese centro de salud estuvo la niña tres meses
interna, mientras él sobrevivía gracias a la solidaridad de unos amigos.
Dominicanos tenían que ser, porque una y otra vez repitió que antes de la
alegada deportación no se juntaba con haitianos salvo para contratarlos cuando
acometía encargos laborales mayores.
No son las
tantas contradicciones las que soliviantaron el ánimo, ahora muy encrespado por
la confirmación de que la bandera de los derechos humanos también sirve para
cubrir fechorías. Decir mentiras y comer pescado –por aquello de las
espinas—requiere mucho cuidado. Medina Ferreras, o como se llame, no podría
entender este refrán de origen gallego porque su pobre y torpe manejo del
español corresponde a un extranjero, jamás a alguien que nació y ha vivido al
menos dos décadas en la República Dominicana, de padres y abuelos también
dominicanos por nacimiento y origen. Simple detalle lingüístico que en nada
disminuye el respeto que se le debe como ser humano, con los mismos derechos
que el más ducho en la filología española o de cualquiera de los dos idiomas
oficiales del vecino país, que en bilingüismo y otras cosas dobles nos lleva
ventaja. Respeto que le escatimaron sus tutores de las oenegés al colocarlo en
un trance ridículo, penoso, como protagonista de una tragicomedia de la cual
sale aporreada su dignidad y ahora, de manera torpe, una nacionalidad
fementida. Respeto que le falta al tribunal al obviar la gravedad que supone la
falsía en un testigo o una víctima
En la
ocasión se les olvidó a los manejadores del infeliz testigo enseñarle qué tan
arraigada es la familia en la cultura dominicana.
Nomen est
omen, el nombre acarrea el destino: uno de los verdaderos Medina Ferreras
reverencia en el vídeo revelador al padre falsamente presentado como un
iletrado, en verdad un reconocido activista del Partido Reformista en la zona
de Barahona. El nombre de un hermano, no importa si desconocido porque murió a
destiempo o lo engulló la cotidianidad, jamás cabe en el olvido. En el refugio
del apellido y la tradición familiar ocupan lugar de principalía los abuelos,
aun si nunca se les vio en vida. Precisamente, el elogio de la familia se basa
en el establecimiento de una línea de mayor vitalidad mientras más se remonta
en el pasado. De ese cuidado de los nombres, no otra cosa sino la adhesión al
núcleo básico que es la familia, los dominicanos hemos hecho un deber con
secuelas a veces negativas.
Mi
tolerancia se despeña, se me arrebolan el rostro y la calva, los tacos se me
escapan y no de los zapatos cuando el presunto William Medina Ferreras, en
respuesta a una pregunta que abordaba otro tema, describe a los haitianos en
términos raciales prejuiciados, impropios y en desentono con la majestad de la
sala. Por boca de ganso, los titiriteros pretendieron endosar a los dominicanos
la mácula de la discriminación en base al perfil racial, y el absurdo de negar
las raíces africanas en estas dos terceras partes de la tierra que más amó
Colón, pobladas mayoritariamente por gente de raza mixta.
Del amasijo
de palabras, frases inconexas, memeces y sandeces, extraigo esta perla
cultivada en mentes torvas: “...soy indio claro, de buen cabello, perfilado...
usted ve quién es haitiano... ellos son, cómo le digo, motoso, un poco raro,
¿no?, para mí. Yo no he visto un haitiano perfilado, como la mamá mía y mi
papá, gente perfilada, completamente, son gente de color indio. Pero son gente
bien, aparente, ellos no son motosos. Yo no sé si la mala sangre que me hacen
hacer... la verdad es que ahora mismo yo estoy desnutrido, cualquier diría que
yo estoy mal tallado porque el cuerpo que tenía no lo tengo. Estoy pasando
mucha necesidad dura, pero yo no nací mal tallado así, sino una persona
normal...”
¡Vaya
añagaza que se tragó la tremenda corte: contrabandear a un haitiano como
dominicano y poner en su boca los prejuicios racistas que se busca encasquetar
a los dominicanos! Motoso no forma parte de la lengua popular en el país.
Podría provenir del francés, demotte, intuyo, algo así como terroso y, por
analogía, negro. La palabra sí se usa en países sudamericanos para designar a
alguien con la cara carcomida por las viruelas. No hay crimen perfecto porque siempre
surge algún rastro. E hicieron bien los comisionados del Estado dominicano
presentes en la audiencia al pedir excusas al pueblo haitiano por los deslices
inducidos del William Medina Ferreras de pacotillas, a quien sus pretendidos
hermanos no conocen porque nunca lo han sido, como se demostró en un vídeo
preparado por la Junta Central Electoral.
Si las hubo
(1999 y 2000), criticables las deportaciones forzosas que consideró la CIDH aun
cuando el tránsito judicial no fue agotado, como ordena el debido proceso en
estos asuntos internacionales. ¿Pero pasar por alto la comedia del pobre diablo
que usurpó la identidad, acto pecaminoso que arropa un despropósito que escapa
a su estulticia? Una de las verdaderas Medina Ferreras lo identificó como Wynet
Jean, un haitiano que se buscaba la vida en los aledaños de la frontera
inexistente. Nada le ha pasado al impostor ni le pasará, porque en este país la
impunidad desemboca irremediablemente en el hecho cumplido del laissez faire,
laissez passer.
Cabe un consuelo: la santificación de Wynet Jean
tiene el mérito de remitir la sentencia completa al catálogo de la ópera
cómica.
adecarod@aol.com
25 OCT 2014 | DIARIO LIBRE
No hay comentarios:
Publicar un comentario