Panorama Perturbador
Por: Reynaldo Vargas*
Hay visitas que —porque
ofenden— no deberían ser recibidas, sobre todo aquellas que se conoce vienen
con un mazo en el abrazo y —como quien no quiere las cosas— a ponernos bastones
en las ruedas. Fastidia, aun más, que encuentren en nuestro patio, entusiastas colaboradores
para la faena.
Con solo ver eso, descubro —a velocidad que espanta— el punto
exacto de mis dolencias, mi lágrima sin colirio, mi vesícula comprimida; porque
sé —y ellos también— que, al quebrar las perspectivas de una nación, se pierde
la esperanza de los ciudadanos y la posibilidad de existir como país podría esfumarse
en el transcurso de una generación.
Pagados o no, abundan políticos e
intelectuales inorgánicos que —en
vano intento— nos quieren hacer ver que el prontuario de agravios que nos llega
desde los cuatro puntos cardinales es una merecida e inevitable consecuencia
por la inoportuna y brutalmente inhumana sentencia 168-13; y, por tal
atrevimiento incalificable, debemos ser castigados, humillados, para que no se
nos ocurra otra vez.
Y no es letra muerta, son signos vivos anunciando
que para los de allá —y para los que aquí bailan la música que tocan los de
allá—, no tenemos derecho ni siquiera al intento de aspirar a vivir en lo que
se conoce como Estado de Derecho, con principios, preceptos y normas que
regulen las relaciones humanas en la sociedad toda.
Y por más vueltas que se le dé, todo se
reduce a si aceptamos complacientemente vivir sin el respeto de los demás por
no darnos a respetar; y que eso implica, también, vivir sin honor. Si ese es el
horizonte rotundo, quiere decir
que nos hemos colocado nosotros mismos en la escala más baja entre todas
las sociedades del reino animal. Y eso no me cauteriza bien en el cerebro.
Claro que se puede criticar —es legítimo— el
procedimiento de elección de los jueces de un tribunal. Incluso es un
derecho no estar de acuerdo con ellos; y, si se quiere, odiarlos también
vale. Nadie lo impedirá y nadie por ello a la cárcel irá. Pero, aun con ese
derecho en el bolsillo, no hay manera de justificar la desobediencia a
sus sentencias y, mucho menos, el
descaro de buscar subterfugios para quedar libre de la obligación de acatarlas.
Porque —es más que obvio— el
respeto a una Corte, a sus sentencias, y la obligación de obedecerlas, gusten o
no, es —y no otra— la base de la democracia que decimos defender y que
con tanta frecuencia aliñamos con excrementos variopintos.
Para mí no fue sorpresa que —en lo que el hacha fue y vino— el
Gobierno, oculto tras la bruma del tiempo, se burlara de una sentencia excepcional,
precisa, y que —en libre ejercicio de su albedrío— acabara vulnerando la
legalidad. Para nadie es un secreto que las
sentencias están para cumplirlas, sin peros, sin vacilaciones, sin rodeos;
y quien no esté a la altura del momento será juzgado por su pueblo y el juicio
de la historia lo aplastará.
Ya más claro el panorama, me doy cuenta de
que hemos abierto el mismo viejo y horadado libro lleno de cuentos contaminados,
con los mismos sapos y con las mismas culebras. Es como si el “que todo cambie para que nada se mueva”, de
Tomasi di Lampedusa, fuera
corolario obligado en nuestra encrucijada.
De verdad, cualquiera se sentiría
pusilánime ante tanta descomposición bizarra; dominicanos ignorantes de su
historia; el país sin su frontera; ilegales por doquier; impunidades obscenas; delincuentes
con derechos; total irrespeto a toda norma de convivencia civilizada; una clase
política que se olvida de la transformación de la sociedad, del principio de la
ilustración, del imperio de la ley, del imperio del deber ciudadano, que actúa con
la única lógica de los votos cada cuatro años. Aun faltando muchas más
especias… ¿resultado? Un panorama perturbador.
Y pensar que
parece que fue ayer, y no en el siglo XVII, que Francisco Quevedo y Villegas escribió…
“cuando vinieron la Verdad y la Justicia
a la tierra, la una no halló comodidad por desnuda y la otra por rigurosa. La
Justicia pronto regresó al cielo y apenas dejó acá pisadas; la Verdad, de puro
necesitada, asentó con un mudo”. Cierto es que, si bien no está en nosotros
evitar lo primero, sí lo está el que no suceda lo segundo.
*Reynaldo
Vargas es médico cirujano cardiovascular en pleno ejercicio, reside en Santo
Domingo
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