Una isla, dos historias
Haití y la República Dominicana afrontan un complejo desafío de integración
Dice Juan Bosch que por su posición geográfica, el mar Caribe fue
desde siempre la frontera de los imperios y que ninguno faltó a la cita a
lo largo de 500 años.
Solo así puede entenderse lo que ocurre en La Española, aquella isla a la que llegó Colón en su primer viaje y cuyo territorio hoy ocupan dos repúblicas independientes. La Dominicana, con 48.000 kilómetros cuadrados de territorio, y Haití, con 27.000. Ambos con población parecida, alrededor de 10 millones cada una. Su historia, sin embargo, ha sido tan distinta que unos hablan francés y otros, castellano; de un lado predomina la raza negra y, del otro, el mestizaje; hasta en la práctica religiosa media la profunda diferencia de que sobre la matriz católica de ambos en Haití se superpone el vudú, un culto mágico y animista de origen africano. Es más, Haití fue el primer Estado independiente de América Latina y dominó toda la isla, pues su inicial revolución, inspirada en la francesa, conquistó el sector español de ella.
Ambos han vivido una historia llena de terribles tragedias y fascinantes leyendas, pero mientras la República Dominicana alcanza un PIB per capita de 10.000 dólares, el Haití moderno apenas llega a 1.300. Es natural, entonces, que la tentación de la población haitiana pobre desborde la frontera y le cree, a Dominicana, un desafío de integración complejo y acuciante, que por estos días está al rojo vivo.
El tema es que el 8% de la población dominicana es extranjera, o sea, unas 800.000 personas, en números redondos, la mayoría en una situación de precariedad jurídica. En tal virtud se dictó la ley 169/14, que regularizó a 55.000 personas, hijos de padres extranjeros pero con algún documento dominicano de residencia, y a y 9.000 que no contaban con ninguna documentación. Luego de un intenso diálogo, un nuevo esfuerzo dominicano fue el Plan Nacional de Regularización, que el 17 de junio acaba de culminar su plazo de inscripción de 18 meses, durante el cual no se aplicó ninguna medida de deportación a inmigrantes irregulares. Allí quedaron regularizadas nada menos que 288.000 personas.
Pese a estos avances, se ha desatado una campaña que denuncia la existencia de 200.000 personas en situación de apátridas, en riesgo de ser expulsados. Una somera información desmiente esa realidad porque 105.000 de ellas tienen un padre o una madre dominicano, con lo que pueden alcanzar la ciudadanía dominicana. El resto son hijos de ambos padres extranjeros, pero no por ello son apátridas, ya que se supone que poseen la nacionalidad de origen. Y allí está la semilla del mal, pues —como lo ha dicho el hasta hace poco el embajador haitiano en Santo Domingo, Daniel Supplice, hoy cesado— su país, “desde hace 211 años, no ha sido capaz de entregarle a nuestros ciudadanos un acta de nacimiento que pruebe que ellos existen”.
Más allá de los números, hay una realidad humana muy dramática que nadie puede desconocer. A todos nos mueve la solidaridad con Haití, pero está claro que la República Dominicana, que no tiene el PIB de Suecia, no puede resolver esa situación en solitario. No obstante, no solo ha regularizado a la mayoría de los inmigrantes sino que hay más de 30.000 estudiantes haitianos en las escuelas dominicanas y más de 20.000 en el ámbito universitario, incluyendo la pionera Universidad Autónoma de Santo Domingo, fundada en 1538, que se disputa con la de Lima el decanato de las universidades latinoamericanas.
La triste realidad es que Haití ha vivido de desastre en desastre y no ha sido solamente el terremoto lo que lo ha devastado. Siguen siéndolo la incuria administrativa, la inestabilidad política y la corrupción. La República Dominicana también ha sufrido una fuerte emigración, producto de sus propias carencias, y soportó dictaduras tan sangrientas como la que Vargas Llosa describe en La fiesta del Chivo. La diferencia está en que ha sabido superarse. Los tres Gobiernos de Leonel Fernández, hoy continuados por el de Danilo Medina, han sido ejemplares en la madurez democrática, su inclinación al diálogo constructivo y su visión progresista.
En vez de apostrofar, entonces, bien valdría que todo el esfuerzo internacional se aplicara a lograr que Haití cuidara mejor a su gente y pudiera continuarse el diálogo que permitió tantos avances. Lo que no puede admitirse es que Haití, escudado en su pobreza, se arrogue el derecho de lanzar a miles de sus ciudadanos por encima de sus fronteras y luego exigirle a su vecino que se haga cargo.
Solo así puede entenderse lo que ocurre en La Española, aquella isla a la que llegó Colón en su primer viaje y cuyo territorio hoy ocupan dos repúblicas independientes. La Dominicana, con 48.000 kilómetros cuadrados de territorio, y Haití, con 27.000. Ambos con población parecida, alrededor de 10 millones cada una. Su historia, sin embargo, ha sido tan distinta que unos hablan francés y otros, castellano; de un lado predomina la raza negra y, del otro, el mestizaje; hasta en la práctica religiosa media la profunda diferencia de que sobre la matriz católica de ambos en Haití se superpone el vudú, un culto mágico y animista de origen africano. Es más, Haití fue el primer Estado independiente de América Latina y dominó toda la isla, pues su inicial revolución, inspirada en la francesa, conquistó el sector español de ella.
Ambos han vivido una historia llena de terribles tragedias y fascinantes leyendas, pero mientras la República Dominicana alcanza un PIB per capita de 10.000 dólares, el Haití moderno apenas llega a 1.300. Es natural, entonces, que la tentación de la población haitiana pobre desborde la frontera y le cree, a Dominicana, un desafío de integración complejo y acuciante, que por estos días está al rojo vivo.
El tema es que el 8% de la población dominicana es extranjera, o sea, unas 800.000 personas, en números redondos, la mayoría en una situación de precariedad jurídica. En tal virtud se dictó la ley 169/14, que regularizó a 55.000 personas, hijos de padres extranjeros pero con algún documento dominicano de residencia, y a y 9.000 que no contaban con ninguna documentación. Luego de un intenso diálogo, un nuevo esfuerzo dominicano fue el Plan Nacional de Regularización, que el 17 de junio acaba de culminar su plazo de inscripción de 18 meses, durante el cual no se aplicó ninguna medida de deportación a inmigrantes irregulares. Allí quedaron regularizadas nada menos que 288.000 personas.
Pese a estos avances, se ha desatado una campaña que denuncia la existencia de 200.000 personas en situación de apátridas, en riesgo de ser expulsados. Una somera información desmiente esa realidad porque 105.000 de ellas tienen un padre o una madre dominicano, con lo que pueden alcanzar la ciudadanía dominicana. El resto son hijos de ambos padres extranjeros, pero no por ello son apátridas, ya que se supone que poseen la nacionalidad de origen. Y allí está la semilla del mal, pues —como lo ha dicho el hasta hace poco el embajador haitiano en Santo Domingo, Daniel Supplice, hoy cesado— su país, “desde hace 211 años, no ha sido capaz de entregarle a nuestros ciudadanos un acta de nacimiento que pruebe que ellos existen”.
Más allá de los números, hay una realidad humana muy dramática que nadie puede desconocer. A todos nos mueve la solidaridad con Haití, pero está claro que la República Dominicana, que no tiene el PIB de Suecia, no puede resolver esa situación en solitario. No obstante, no solo ha regularizado a la mayoría de los inmigrantes sino que hay más de 30.000 estudiantes haitianos en las escuelas dominicanas y más de 20.000 en el ámbito universitario, incluyendo la pionera Universidad Autónoma de Santo Domingo, fundada en 1538, que se disputa con la de Lima el decanato de las universidades latinoamericanas.
La triste realidad es que Haití ha vivido de desastre en desastre y no ha sido solamente el terremoto lo que lo ha devastado. Siguen siéndolo la incuria administrativa, la inestabilidad política y la corrupción. La República Dominicana también ha sufrido una fuerte emigración, producto de sus propias carencias, y soportó dictaduras tan sangrientas como la que Vargas Llosa describe en La fiesta del Chivo. La diferencia está en que ha sabido superarse. Los tres Gobiernos de Leonel Fernández, hoy continuados por el de Danilo Medina, han sido ejemplares en la madurez democrática, su inclinación al diálogo constructivo y su visión progresista.
En vez de apostrofar, entonces, bien valdría que todo el esfuerzo internacional se aplicara a lograr que Haití cuidara mejor a su gente y pudiera continuarse el diálogo que permitió tantos avances. Lo que no puede admitirse es que Haití, escudado en su pobreza, se arrogue el derecho de lanzar a miles de sus ciudadanos por encima de sus fronteras y luego exigirle a su vecino que se haga cargo.
Julio María Sanguinetti es abogado y periodista, y fue presidente de Uruguay (1985-1990 y 1994-2000).
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