Libros Libertarios
Eran días
nerviosos en que poco a poco nos convertíamos en hombres libres al igual que
hombres-libro. Con las órbitas dilatadas salíamos a las calles cautelosas a
conquistar la plaza ciudadana. Las vitrinas se atrevían a mostrar sonrientes
las nuevas o viejas portadas de libros censurados por la dictadura. Regocijo de
lectores, conversación de esquina, diálogo caliente en los bancos de los
parques, cuchicheo sabihondo en los mesones de café aromático del Sublime, La
Cafetera, el Jai Alai o en las mesas de trago del Panamericano, el Roxi o el
Dragón. Unas tostadas de pan de agua con mantequilla, platanitos con mucha sal,
el inefable cátchup, un servicio de chicharrón de pollo o de bolitas de queso
amarillo, aprovisionaban el avituallamiento. El espeso humo de cigarrillo
Hollywood o del proletario Cremas de la Tabacalera, completaba la atmósfera que
rodeaba las tertulias de los jóvenes.
Poetas de
vanguardia convocaban a la lectura de sus versos. Neruda nos abría las páginas
espléndidas del Canto General para recorrer
los caminos accidentados de América y su Chile natal, con semblanzas de etnias
aborígenes, conquistadores, libertadores, héroes y tiranos. Trazando en periplo
poético la diversa y contrastante geografía
americana. “Antes de la peluca y la
casaca/fueron los ríos, ríos arteriales:/fueron las cordilleras, en cuya onda
raída/el cóndor o la nieve parecían inmóviles:/fue la humedad y la espesura, el
trueno/sin nombre todavía, las pampas planetarias.” La voz de Miguel Alfonseca,
igual espléndida, articulaba los versos raigales del vate chileno.
Pablo Neruda |
Nicolás
Guillén nos conquistaba a cantar canciones para soldados y sones para turistas
en el Caribe abrasante. Envolviéndonos sonoro con ese sóngoro consongo de su
Cuba –tan nuestra- de sello multiétnico, “donde todos somos un poco níspero”. Reivindicaba
la veta africana: “Ésta es la canción del bongó:/-Aquí el que más fino
sea,/responde, si llamo yo.” Y la pluralidad nacional: “Pero mi repique
bronco,/pero mi profunda voz,/convoca al negro y al blanco,/que bailan el mismo
son,/cueripardos y almiprietos/ más de sangre que de sol,/pues quien por fuera
no es noche,/por dentro ya oscureció.”
Mulato y
maraquero, su verso –digno de musicalización por el grupo Bonyé que hoy anima
las tardes dominicales en las ruinas de San Francisco- movía la cintura y los
pies. Aleteaba en el vuelo de la paloma popular, con esa contagiosa canción
para dormir a un negrito que se pegaba a la piel. “Coco, cacao,/cacho, cachaza,/¡upa, mi negro,/ que
el sol abrasa!” Navegando en el mar de las Antillas, como
lo hace Cuba en su
mapa: “un largo lagarto verde/con ojos de piedra y agua.” Un largo Silvano
Lora, con su portentosa nariz de jefe indio americano, declamaba a Guillén y la
poesía del pintor cubano Fayad Jamís, su pana parisino patrocinado en su obra
pictórica por André Breton en los salones de arte de la Ciudad Luz. Eran las
veladas de Arte y Liberación en el Patio del Palacio Consistorial de la vieja
Santo Domingo, con invitados como Corpito Pérez Cabral y Dato Pagán –inductores
sapientes de nuestra temprana militancia-, con telas murales a cargo de
Condesito, Silvano, Iván Tovar y Norberto Santana.
Pedro Mir Valentín |
Un León Felipe anticlerical irreverente, desde
su morada mexicana, comunicaba el mensaje justiciero, dolorido, prometeico, de
la España transterrada –compilado en su Antología
Rota que editara Pleamar en Buenos Aires, con auspicio de Alberti y prólogo
de Guillermo de Torre, más luego Losada. Y su grito, el de Ganarás la luz, lo hacíamos nuestro. “No he venido a cantar, podéis
llevaros la guitarra./ No he venido tampoco, ni estoy aquí arreglando mi ex/
pediente para que me canonicen cuando muera./ He venido a mirarme la cara en
las lágrimas que caminan hacia el mar,/ por el río/ y por la nube…/ y en las
lágrimas que se esconden/ en el pozo,/ en la noche/ y en la sangre.” En
actuación magistral grave del poeta y declamador Héctor Dotel Matos, quien hacía
la poesía comprometida de otro ibero, Gabriel Celaya.
Rafael Alberti, desde el exilio bonaerense con
camisa marinera y melena militante, declaraba que la patria era grande y
humanitaria, que el ideal era alegre, enamorado y escarlata. Nos alentaba a
amar la mar desde la vigía poética de su Marinero
en tierra: “!Tan bien como yo estaría/en
una huerta del mar,/contigo, hortelana mía!/En un carrito tirado/ por un
salmón, !qué alegría/vender bajo el mar salado,/amor, tu mercadería!” Lorca
andaluz, hablando por boca del poeta Alfonseca, montado en potra de nácar,
derramaba con sus versos lozanos la gracia de guitarra del Cancionero Gitano y el dolorido Llanto
por Ignacio Sánchez.
Versos de Machado, Miguel Hernández, Vallejo, Pedro
Mir. Y Carmen Natalia –madrina ejemplar de Juventud Democrática en los 40 junto
a
Josefina Padilla y Maricusa Ornes- con sus odas y elegías al martirologio de
Junio 59 y las Mirabal, dramatizadas por
una vibrante talentosa Jeannette Miller, nos poblaban la cabeza de sueños, a
los cruzados bisoños de Arte y Liberación.
Carmen Natalia Martinez Bonilla |
Entonces
llegaba el viejo Walt Whitman con su barba blanca sabia y nos desataba los
zapatos para pisar descalzos la hierba fresca de sus versos libres. Y caminar
con él los confines salvajes de praderas, remontar montañas y caudalosos ríos, exaltar
oficios y labranzas, en el convivio democrático de su gran América. Este padre
venerando de tantos poetas, cantor de la proeza del ordinary people, enfermero en la Guerra Civil. Levantado por Neruda
en una oda y contra cantado por Pedro Mir por su seminal Canto a mí mismo: “Yo me celebro y yo me canto,/Y todo cuanto es mío también es
tuyo,/Porque no hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca.”
Admirado por Martí: un
dios de Long Island de “cejas pobladas como bosque”. Traducido con entusiasmo
erudito por Borges, León Felipe, Neruda. “Sin/desdeñar/los dones/de la
tierra,/la copiosa/curva del capitel,/ni la inicial/purpúrea/de la
sabiduría,/tú/ me enseñaste/a ser americano,/ levantaste/mis ojos/a los
libros,/hacia/el tesoro/de los cereales:/ancho,/en la claridad/de las
llanuras,/me hiciste ver/el alto/monte/tutelar. Del eco/ subterráneo,/para mí/
recogiste/ todo,/ todo lo que nacía,/ cosechaste/galopando en la
alfalfa,/cortando para mí las amapolas,/visitando/los ríos,/ acudiendo en la
tarde/a las cocinas.” (Oda a Walt Whitman).
Mientras aquí, Manuel, el del Cabral, nos
recordaba las raíces, Cibao adentro donde mora Mon y su revólver, en diálogo
franco con los hijos de Haití. Y con sus manos de agua temblorosa tocaba el
tambor sensual del trópico picapedrero. “Hombres negros pican sobre piedras blancas,/tienen
en sus picos enredado el sol./Y como si a ratos se exprimieran algo.../lloran
sus espaldas gotas de charol.” Era la realidad quemante del negro en el
caleidoscopio de nuestra población, con su correlato de estratificación social
y diversidad cultural, la que emergía junto a la libertad política en la
primavera dominicana.
En ese contexto, se rescataba la vertiente social y trigueña de la poesía
de Incháustegui Cabral y su Canto triste
a la patria bien amada. “Patria.../y
en la amplia bandeja del recuerdo,/dos o tres casi ciudades,/luego,/un paisaje
movedizo,/visto desde un auto veloz:/empalizadas bajas y altos matorrales,/las
casas agobiadas por el peso de los años y la miseria,/la triste sonrisa de las
flores/que salpican de vivos carmesíes/ las diminutas sendas.” Muchachos
jubilosos, estábamos de fiesta por tanto descubrimiento junto.
En esas nos
llegaron las barbas ideológicas. Si no, pregunten al Commander Efraím o a
Víctor Ramírez. Eran tan profusas como las de Fidel. Nos asaltaban con su
defensa política en el proceso por el ataque al Cuartel Moncada -La historia me absolverá. Se colaban en
los maratónicos discursos en la Plaza de la Revolución que Radio Habana
transmitía en vivo y Bohemia difundía
impresos. Verba a borbotones que enloquecía a los jóvenes catorcistas y a otros
que no lo eran, multiplicándose los imitadores. Las del Che, barbas más ralas,
llegaban con su manual de Guerra de
Guerrillas, que nunca me gustó por ser yo un ser urbano, acostumbrado a ir
al campo sólo a marotear frutas, cazar rolones y guineas o a bañarme en el río
–a lo sumo a deslizarme en yagua por la falda de El Gajo, en mi Constanza
bucólica de infancia. No a hacer la guerra verde olivo. Contra el guardia
criollo con el tolete.
Los
barbudos vinieron también en versión del Viejo Mundo. Mediante Marx, con tupida
pelambre y su carnal Engels, más atildado –por lo
menos peinado. Sus rostros se
perdían entre tanta barba y tanta pedantería intelectual entreverada en juegos
dialécticos y vocación polémica, que plasmaron como seña de identidad del
movimiento socialista. Marca que copiaría pragmático el sagaz Lenin, con su chivita
pelirroja que casi pude tocar en 1973 en el Mausoleo que preserva su momia junto
a las murallas del Kremlin. Sus textos, provistos en ediciones soviéticas y
sudamericanas de bajo costo, aportaban municiones a nuestras discusiones. Otros
barbados de moda serían el victimizado en México con picana estalinista León
Trotsky, con una chivita intelectual, lentillas de sabio y aire de suficiente,
este brillante autor de Historia de la
Revolución Rusa, formulador de la teoría de la revolución permanente. A
quien mi amigo Grigulevich, en misión de Beria, trató de liquidar primero con
el auxilio fallido del pintor Siqueiros, metralleta en mano.
Karl Marx |
Afeitado,
Jan
Valtin, seudónimo de Hermann Krebs, ex comunista alemán y espía soviético infiltrado en la Gestapo radicado en EEUU, publicaba su bestseller
autobiográfico La
noche quedó atrás,
antídoto a
tanto marxismo. La Hora 25,
del rumano Constantin Virgil
Gheorghiu, llevada al cine por Carlo Ponti con Anthony Quinn y La Gran Estafa del ex Komintern peruano
Eudocio Ravines, quien polemizó acremente en la TV con el brillante dirigente
socialcristiano Caonabo Javier Castillo. Eran otros ingredientes del sancocho
ideológico que se cocía en los 60. A veces indigesto.
Caonabo Javier |
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