No tan de Prisa, Señora
Pedro Vergés*
Desde el infierno tan temido a que, de súbito, se me envía por mi “desfasamiento” y mi “desinformación” en asuntos de los que algo debo de saber después de tantos años de insistir en lo mismo, me veo en la necesidad de referirme a un artículo en que la periodista Margarita Cordero comenta la reseña de una, más que entrevista, conversación sostenida un día del mes de julio con mis buenos amigos Onorio Montás, Frank Núñez y la joven Susie Craballo en el programa radial “Dejando Huellas”.
Aquella tarde Onorio inició el diálogo preguntándome acerca de los bajos niveles educativos de la población dominicana y yo le contesté que el problema me resultaba torturante. Es decir, que no usé este adjetivo, aunque podía haberlo hecho, para referirme, como se desprende de la reseña, a la despersonalización de lo nacional, una frase que a la señora Cordero no le gusta, pero que a mí sí, porque de alguna manera me ayuda a comprender el complejo proceso por el que atraviesa en estos momentos la llamada identidad dominicana, aun cuando también admito que el asunto reclama más atención que la que puede dársele en un fugaz espacio radiofónico.
De ahí el diálogo derivó hacia otras áreas y, siempre partiendo de la comparación implícita en la pregunta de Onorio (sorprendido, como todo el que tenga dos dedos de frente, por la enorme diferencia existente entre la sociedad dominicana actual y la que conocimos en nuestra juventud y hasta en el inicio de nuestra adultez), y señalé algunas características de ese cambio. Cité entre ellas, en efecto, la aparente facilidad con que, de ser una sociedad apegada casi atávicamente a su nacionalidad, la nuestra ha ido convirtiendo en algo natural la adquisición de otra, o de otras, y dije, y digo, que, a mi modo ver, esa actitud refleja una relativización de lo nacional.
A mí no se me escapa que la identidad es un fenómeno dinámico. No tengo que acordarme de Heráclito para eso. Pero también sé que cuando, por hache o erre, una sociedad sufre en un corto período de tiempo sacudimientos intensos (como el de la emigración abrupta y masiva de nuestra población y la irrupción de cientos de miles de haitianos y demás extranjeros en el territorio nacional, entre otros) se producen alteraciones que influyen, a su vez, en la percepción de lo propio, del ser en sí, si se quiere, e inician un proceso de reconsideración de lo esencial muy parecido al que estamos viviendo en estos momentos.
Eso nada tiene que ver con el hecho de adquirir, por conveniencia, interés o necesidad, una nueva nacionalidad ni me lleva a mí a condenarlo. Antes, por el contrario. Como embajador de mi país conozco el problema a fondo. Sé de sus implicaciones legales y personales y no he dudado nunca, precisamente por fidelidad a nuestra constitución, en recomendarles a los dominicanos que me han hecho el favor de pedirme consejo, que se adapten a lo que es, al fin y al cabo, una realidad del mundo de hoy, adoptando, por su propio bien, la nacionalidad del país que los acoge. Dudar de que un embajador dominicano, cualquiera que sea, esté debidamente informado al respecto, como lo hace la señora Cordero, es una finta esquinera de campaña política que puede tener gracia para los acólitos ahítos de fanatismo, pero que carece de solvencia intelectual.
Lo que pasa es que, al margen de lo estrictamente administrativo, la adquisición de una segunda o tercera nacionalidad implica un innegable desdoblamiento emocional que afecta y pone en jaque lo que sólo décadas antes se consideraba un absoluto. Ese es el punto y yo lo señalaba, y lo señalo, como una “marca” del proceso en que estamos inmersos porque me parece que lo es. Yo no tengo que preguntarle a ningún indigente, como me sugiere la señora Cordero, qué es para él ser dominicano. Probablemente, condicionado por la precariedad de su existencia, me conteste con un exabrupto. Pero no solo los indigentes lo harían. Basta abrir las páginas de nuestros periódicos y oír hablar a la gente (especialmente cuando están en la oposición) para caer en cuenta de que el concepto que tenemos de nosotros mismos, que es otra de las afirmaciones que hago y sostengo, resulta realmente lamentable. Mejorar esa visión desoladora es una tarea a la que un buen programa de política cultural podría y debería contribuir de forma decidida. Así lo creo, así lo digo. Yo también, como Savater y como, por él, la señora Cordero (qué cosa) siento que en lugar de raíces tengo pies. Pero eso somos Savater, la señora Cordero y yo. El fenómeno, lamentablemente, trasciende esos regocijos o epifanías personales.
En cuanto a si Danilo Medina considera una aberración cultural que los dominicanos se nacionalicen como estadounidenses, me atrevo a responderle que no. Pero ocurre que yo tampoco. Deducir de la reseña de una conversación que duró casi una hora o, lo que es lo mismo, de un par de frases, que alguien, en este caso yo, “es incapaz de entender el fenómeno sociocultural de la diáspora y su influencia en la realidad cultural dominicana y, en sentido inverso, el efecto de la inserción del país en la economía del mundo”, nada menos, me parece de una soberbia intelectual indigna de una confesa seguidora de Savater. Ha de saber la señora Cordero que, al margen de un modesto conocimiento, tengo, como dicen los filósofos, la vivencia del asunto, pues no por nada casi todos mis familiares residen en Estados Unidos desde hace décadas y son, en su gran mayoría, ciudadanos de aquel país. Qué me va, pues, a contar al respecto la señora Cordero.
A la señora Cordero le preocupa, por último, que alguien como yo (“alguien así”, dice ella, con soberano desprecio, puede que hasta con odio) llegue a regir la cultura del país. Pero que no tema. Aunque ella no me crea, como no me lo creen otros, no ando detrás del puesto. Mi apoyo a Danilo Medina no viene de ahí y Danilo lo sabe. Otros con más merecimientos y más talante político pueden desempeñarlo con mucha más habilidad y desenvoltura que yo. Una cosa sí le digo a la señora Cordero. Si a ella le da “pavor” tal posibilidad, como también afirma, mucho más me lo da a mí imaginar que nuestro Ministerio de Cultura pueda caer en manos de alguien que divide de antemano el complejo universo cultural dominicano entre los desfasados, como yo, y los poseedores de la verdad, como ella.
*Pedro Vergés
Escritor dominicano residente en España, nacido en Santo Domingo el 8 de mayo de 1945. Estudió filología en la Universidad de Zaragoza. Ha trabajado como redactor de la revista Cam de l'Arpa en Barcelona. Más tarde, también en Barcelona, co-fundó la revista (Hora de Poesía). Además ha sido profesor de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña y director en Santo Domingo del Instituto de Cultura Hispánica, Embajador de República Dominicana en España, en la República Federal de Alemania y actualmente es Embajador Jefe de Misión ante el gobierno de Japón. Es miembro de la Academia Dominicana de la Lengua. Su mayor éxito como escritor lo cosechó en 1981 con la novela Sólo cenizas hallarás (Bolero), con la que recibió en España el (Premio de la Crítica de narrativa castellana) y el (Premio Internacional Blasco Ibáñez). Además de esta novela destacan sus libros de poesías Juegos reunidos (1971) y Durante los inviernos (1977), recientemente la editora Alfaguara reeditó su novela "Sólo cenizas hallarás (Bolero)".
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