ºMarcio Veloz Maggiolo
La muerte de Cándido Bidó me enmudece. No lo sabía enfermo ni al borde del silencio total, un silencio permanente, ahora cargado de una fonética viva solo en la voz colorida de sus cuadros, de sus paisajes “columbarios”, donde las palomas se mezclan con el sueño.
En los aleros del patio del colegio Serafín de Asís estaban las palomas a las que Cándido premiaba con maíz matinal. No se trata de un cuento de hadas, se trata de que el futuro gran artista era, casi niño, el asistente de las monjas, y el mandadero en ocasiones de la dulce sor Julia, la que despertara en él los primeros colores y las primeras formas, porque descubrió su vocación de artista y gozaba con verle trazar dibujos que ella, entusiasmada, corregía.
No se trata de una leyenda mágica aunque para Cándido Bidó esa monja dulce, abnegada, instructora de manualidades en el Colegio Serafín de Asís, fue el hada de sus primeras pinturas artísticas.
Conocí a Cándido de manera extraña. Mi padre iniciaba su pequeña fábrica de vinagre, y uno de sus primeros clientes fue el colegio Serafín de Asís, donde entonces funcionaba el sistema de internado y semi-internado. Mi tía Altagracia Veloz Molina, se había graduado de Maestra Normal durante la intervención norteamericana, había sido nombrada en una escuela pública de las tantas creadas por los norteamericanos, pero luego había optado por ser monja católica, adquiriendo el nombre de sor Leticia del Corazón de Jesús, y conocida sólo como sor Leticia. Fue luego directora del Colegio durante toda la vida y allí se formaron muchas de las más destacadas mujeres de nuestro país.
Cándido, quien llegó a pintar letreros para anunciar películas en varios cines de la ciudad, venía a casa cuando el galón de vinagre “Sabrosito”, primera marca del vinagre que mi padre producía, se agotaba. Entonces nos conocimos. Teníamos casi la misma edad y en varias ocasiones yo mismo le hice entrega del galón de cristal que retornaba en sus manos en cuanto a la última gota de vinagre se escanciaba en el Colegio. No sabía que teníamos como destino las llamadas bellas artes. Cándido, de temperamento silencioso, no era el muchacho conversador durante aquellos años. Creo que nunca lo fue. Yo mucho menos.
Cuando supe de sus “intereses pictóricos”, me asombré. Luego fuimos amigos. Su paso por la Escuela Nacional de Bellas artes lo convirtió en un ducho creador de paisajes columbarios. Y quizá puedo decir de dónde venían sus palomas. Eran las mismas que él alimentaba en el traspatio del colegio. Las mismas a las que también sor Julia alimentaba, cuando el futuro pintor tenía el tiempo libre luego de cumplir con los encargos de sor Martha, manejadora de la despensa. Cierta vez le pregunté a Cándido sobre el origen y su obsesión por las palomas, lo pensó bien y me dijo: “Es que las palomas estuvieron muy ligadas a mis primeros trabajos”. Ciertamente, mi conversación iba hacia el tema del colegio, de los aleros donde se posaban las aves y el revoloteo de las mismas en las tardes del centro.
En cierta ocasión, cuando mi afición por la pintura se desbordó como una necesidad y retomé mis viejos pinceles "nunca pensé ser pintor profesional", y me expresé mirándome en los colores que me recordaban a los viejos profesores de la Escuela Nacional de Bellas Artes, fue Cándido quien me animó a mostrar mis obras. Recuerdo haberle regalado a mi amigo y gran poeta Tony Raful, una mascarada que había impresionado a Bidó, obra por la que me dijo “debes hacer una exposición”, opinión que se vio convertida en realidad cuando durante la Feria del Libro que se me dedicara, el ministro Lantigua ordenó dicha exposición en los salones centrales del Museo del Hombre Dominicano.
Aun, para mi satisfacción, fue Bidó quien aceptó la idea de nuestra amiga y compañera la pintora Elsa Núñez para llevar a cabo una exposición titulada “Los Cuatro” en la que él mismo, Elsa y Lepe, (Leopoldo Pérez Espinal) nos presentáramos como una muestra de nuestra vieja amistad, como amigos desde los años cincuenta, evento que se produjo en su galería de arte.
Fue un momento emocionante. Desde entonces mis dedos ya ancianos o tal vez casi ancianos, buscan de nuevo las instancias de colores perdidos. Mi esposa Norma, quien compartió con nosotros pinceles y amores en los años de la Escuela Nacional de Bellas Artes, es parte de esta memoria, que es como bastón del recuerdo mismo. La consulto a cada paso, y ella me lleva de la mano a los recuerdos vicarios.
Al saber de la muerte de Cándido, ambos entramos en esa zona donde la tristeza es una especie de marejada espiritual que lo cubre todo, y de improviso recordé, (miren la coincidencia), la novela nunca publicada por el padre de Luichi Martínez Richiez, titulada “Nació entre palomas”. El siempre agil y sonriente José Martínez Conde, con su traje mallorquín y su pequeña estatura de poeta, me vino a la mente, y de modo increíble las palomas anunciadas por él y las pintadas por Cándido, volaron, se juntaron en el recuerdo, y aletearon en todos los rincones de mi cerebro, como si también Cándido hubiera nacido bajo el aleteo de aquellas aves de su adolescencia tramadas como para una eternidad forrada de colores.
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